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agosto 01, 2020

XXII

–La mano viene pesada, muchachos. No es culpa nuestra, pero los políticos quieren bajarnos. Las caras de mis muchachos no expresaban preocupación, entonces me preocupé. Había algo en cada uno de ellos que denotaba soberbia e impunidad, creían estar a salvo de todo, pero no era así. –Muchachos, los veo muy calmados y me preocupa. Anden con mucho cuidado y guarden en lugares seguros toda la plata que tengan. Les diría que compren dólares o euros y los escondan bien. Si esto explota va a ser jodido. No dejen el caño ni para coger, ténganlo bien cargado y estén atentos. –¿Qué problema va a haber, Joaquín? ¿Martínez? No te preocupes, el quía sabe que no le conviene meterse con nosotros. –El quía, como vos decís, Pepo, hace treinta años que maneja las cosas, así que no es para confi arse. –Pero si todo marcha bien, jefe, y siempre estamos atentos. –Los quiero más atentos, quiero que controlen mucho a sus muchachos, no puede haber errores. Ese sábado la reunión fue muy larga, terminamos a las diez de la noche medio borrachos. Al salir de la villa, me sentí solo. No tenía a quien pedir consejo ni ayuda. Una cosa llevó siempre a la otra, en este caso, las “otras” posibles no eran agradables. Traté de dormir pero no pude, tampoco podía pensar. Miré tele un rato pero no podía prestar atención, mi ansiedad estaba en el límite. Llamé a Jiménez. –Perdoná la hora, subco, quería avisarte que cualquier cosa que hagas, va a ser un error. –¿De qué hablás, Joaquín? Pensaba dormir y eso no es un error. –¡No me canchereés!, vos y yo sabemos que la mano viene pesada, estoy esperando el primer aviso de Martínez, en cuanto se haga el “pistola” me voy a enojar. –No sé qué pensás que soy, pero no tengo idea de qué me hablás. –Yo te quería avisar nomás, si esto se pone denso, no vas a quedar inmune. –¿Te parece, amenazarme a esta hora? Mirá, Joaquín, si me entero de algo vas a ser el primero en saberlo. ¿Te quedás tranquilo? –No, pero espero que sea así. Corté sin saludar, eran las tres de la mañana. Salí a dar una vuelta en el auto, la ciudad estaba silenciosa, miraba las puertas con los stickers y pensaba que quizás ni estuvieran cerradas con llave. Di una vuelta a la plaza, algunos muchachos y chicas tomaban cervezas cerca del Bingo, siempre abierto y generando más plata que cualquier otro negocio. ¿Sería de Martínez? Todos aseguraban que no, pero yo tenía mis dudas. Estacioné en la parada de taxis y entré atravesando las dos puertas de vidrio. El lugar era horrible y surcado de máquinas tragamonedas con señoras desveladas que apretaban botones en busca de calmar ansiedades. Varias chicas con polleras cortas y blazer bordó recorrían el lugar abasteciendo de monedas y bebidas. Pasé al salón de juego donde los señores, vergonzosos de que los vieran con las maquinitas tragamonedas, apostaban a caballos de juguete o ruletas virtuales. Subí la escalera y me adentré en el mundo de humo del bingo propiamente dicho. Más de cien personas escuchaban atentas al locutor que cantaba los números que quizás salvarían su semana, su mes o su año de infortunios fi nancieros. Salí rápido de allí y subí a mi auto. Volví a casa y me dormí. A las ocho de la mañana sonó el timbre, del otro lado de la puerta me esperaba Julián con los ojos desorbitados. –¡Lo hicieron cagar a Pepo, anoche, en el boliche! –¿Quién? –Un chabón del barrio, lo tengo encerrado, pero no me dice quién lo mandó. –Ya sabemos quién. Esperá, me visto y vamos. Entramos a la villa a las nueve, muchos iban camino al culto evangélico, pero estaba bastante silenciosa. Roque y Juaco rodeaban al agresor que ya tenía la cara destruida. Pichu estaba en la morgue tratando de sacar el cuerpo de Pepo. –¿Dijo algo? –Nada, Joaquín, ¡y mirá que le pegamos! –Es simple, si habla lo matan y si no habla, lo matamos. ¿Ustedes qué harían? –Yo le metería un tiro ahora– Dijo Roque con lágrimas en los ojos– ¡Este hijo de puta lo mató a Pepo, mi amigo, entendés Joaquín! –Entiendo, no te preocupes, dentro de un rato te lo entrego para que hagas lo que quieras. Arrimé una silla y me senté en frente del asesino. Lo miré fi jo durante diez minutos. –¿Sabés que sos boleta? –Más vale, no soy bobo. –Si me contás cuánto te pagaron, tal vez zafes. –Cinco lucas, en efectivo. –Vamos bien, ¿Quién? –No sé, loco, vino un tipo que no conocía y me dio el sobre y el chumbo. –¿No pensabas que matar a uno de mis socios era muy peligroso? –No sabía que era Pepo, pensé que era cualquiera que se había mandado un moco. –¡Ahí la cagaste!, venías bien, pero la cagaste porque yo sé que sabías. ¿Vos no laburabas con Martín? –Sí, pero me echó hace unos días. –¿Por qué te animaste? –Por lo que se dice, que todos ustedes van a ser boleta, dentro de poco. –¿Quién dice eso? –En todos lados, en la calle. –¿Y vos qué crees? –Yo no sé, pero si se va a cortar el chorro, hay que buscar por otro lado. –En eso tenés razón, hay que buscar por otro lado. Es una lástima que me dijeras tan poco, ahora te vas a tener que arreglar con Roque. Lo dejamos sólo con Roque, a los tres minutos se escuchó un disparo, después otro y otro. No quisimos entrar y nos metimos en el bar a tomar unas cervezas. Cholito trataba de alegrarnos la mañana con chistes malos, pero sólo consiguió que lo mandáramos a la mierda varias veces. –¿En qué anda Martín, Julián? –Hace unos días que no lo veo, el jueves trajo la plata y se fue, viste que está medio ofendido desde que no lo invitamos más a las reuniones de los sábados. –Quiero que lo sigan sin que se de cuenta. Yo ahora me voy al centro, avisame en cuanto tengan el cuerpo de Pepo. Y cuídense, ya vieron que ayer no hablé al pedo.

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