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agosto 01, 2020

XIII

Un viernes a la noche, Julián me llamó desde una bailanta. Me relataba los acontecimientos con preocupación y la vez con orgullo. Habían salido los seis y esperaban la hora de entrada tomando cervezas en una estación de servicio. Mientras conversaban, un Peugeot 405 con vidrios oscuros se detuvo al lado de ellos. Cuando el vidrio de atrás hubo bajado, una cara conocida llamó a cada uno por su nombre. –¡Era Martínez, Joaquín! –¿El dueño de las bailantas y político? –Ese, preguntó por vos, y nos hizo pasar al VIP del boliche. ¡No sabés las minas que hay! ¡Y todo es gratis! –Nada es gratis, Julián, ¿Qué quiere Martínez? –Me dijo que quería que “vengas” al boliche, que si no querés manejar, te manda el chofer. –¿Vos qué opinas? –Es raro, pero el lugar es “una masa”, igual, el tipo es “pesado” de verdad. –Yo lo conozco, nos vimos varias veces en el Concejo, pero no entiendo qué busca. –Yo tampoco, si querés vení, acá estamos “joya” –¿En qué bailanta están? –En la grande del costado de la autopista, si venís con el auto, entralo por el costado. –Decile a Martínez que en una hora estoy allá. El lugar era un gran tinglado. Entré por la parte de atrás, me recibió un pelado, grandote y mudo y con un arma a la vista bajo el saco negro. Subimos una escalera y abrió la puerta para dejarme pasar. Él, no entró. Una semi oscuridad reinaba en el ambiente, casi estaba en silencio, sólo una música que no era cumbia opacaba la charla de unas cien personas sentadas en sillones. Una barra al costado, con una bar–tender de pelo azul y parado. Después, el ventanal, sobre el escenario, donde tocaba un conjunto bailantero y miles de Julianes y Pichus con chicas al tono, saltaban y gritaban al ritmo de la música imperceptible a mis oídos. Me quedé unos minutos apreciando el espectáculo. Los músicos ya no eran “lindos” como años atrás, ahora eran intimidantes, sucios, enojados. Quizás “la villa” por fi n había ganado la batalla del arte y se veía representada, o tal vez se trataba de una gran idea de señores empresarios, que necesitaban un público falto de expectativas para venderle música y shows. Lo que fuera, estaba bien, yo me sentí un poco viejo y triste, pero se me pasó en cuanto Julián me saludó y me invitó a la ofi cina de Martínez. Algo había cambiado en Julián, daba un aspecto prolijo desconocido, se había peinado con gel su sempiterna masa de pelo y una barba bien recortada adornaba su cara. Se había puesto una camisa negra con botones dorados y un pantalón de jean negro un poco ajustado que remataba en unas zapatillas gigantes y tan caras como espantosas. –Te veo muy contento al lado de Martínez, ¿No querrás trabajar para él? –Ni ahí, yo estoy bien, pero me pidió que te “avise” que estaba en su ofi cina, de onda nomás. Yo me quedo acá, viste que minitas que hay. –Escuchame, ya sé que es sábado a la noche, y no laburamos ni nada de eso, pero podrías tomarte en serio el lugar que ocupás. Sos mi mano derecha, y deberías entrar conmigo. –Listo, me pido una birra y entramos. Entramos a un cuartucho bien iluminado. En la punta estaba el escritorio y tras él, Martínez. Morochazo, un poco gordo, cincuentón y bien peinado. Apenas entramos se levantó y me dio la mano y una palmada en la espalda. –Joaquín, querido, ¡qué bueno verte acá y no en el Concejo apoyando a la concejala! Andá nomás Julián, dejanos solos un rato. –Yo decido por mi gente, Martínez, y él se queda. –Perdoname, no sabía que me tenías miedo. –No te confundas, si te tuviera miedo no habría venido. Lo que no me gusta es que mi gente acate órdenes de otros. –A mi tampoco, tenés razón. ¿Te gusta el boliche? –Debe ser un negoción. –Menos de lo que pensás, los conjuntos están cada vez más caros y no puedo aumentar las entradas ni la cerveza porque no viene nadie. Pero se mantiene bien, no me quejo. –¿Qué me trae por aquí? –Quiero saber si tu gente puede estar disponible para mí si alguna vez la necesito. –¿Disponible para qué? –Política, a veces necesito que en los actos haya afanos, otras que no pase nada. Tengo entendido que en la zona se hace lo que vos mandás. Lo miré a Julián y me sonrió. –¡Mirá qué bien! Así que se hace lo que yo mando. No vuelo tan alto, Martínez, sólo somos organizados. –La fama ya la tenés, la verdad es que nunca pensé que podrías estar acá, pero sos bienvenido. –Una cosa lleva a la otra. –Así es, ¿qué me contestás? Hay guita, buena plata. Y los afanos, tomátelos como propinas. –El problema, Martínez, es a mí nadie me manda. –Son negocios, Joaquín, nadie te mandaría, estarías prestando un servicio. –Lo voy a hablar con los muchachos. –Llamame esta semana, al celular, puede ser bueno para los dos. –Bien, lo voy a pensar. Pero no te aseguro nada. –A Seguro: se lo llevaron preso. – Se rió fuerte, se levantó y me palmeó la espalda. –Quédense un rato, yo me tengo que ir, pero la barra es libre para ustedes. –Yo también me voy, te llamo, Martínez. Antes de irme, me senté en un sillón y Julián me trajo una cerveza. Estaba contento, Julián, le gustaba el negocio, y a mí me daba un poco de asco, aunque supuse que sería superable.

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