Translate to english

agosto 01, 2020

ACLARACIONES VARIAS al 2020

la pueden descargar en pdf cliqueando a vuestra derecha

o aquí: Una cosa... PDF


Cuando escribí esta historia lo hice pensando en una Argentina de hace veinte años. Por desgracia para mi país y suerte para mis letras, cada cosa que pasa en el libro es factible en estos días. Es una pena porque nos demuestra que como país somos una montaña rusa con más bajadas que subidas. La historia habla de delincuentes, sin moralinas ni juicios de valor que prefiero dejarlos para otros más sabios y menos caritativos. Aunque bien mirado, podría asegurar que el protagonista es una especie de Marie Kondo del crimen del conurbano bonaerense. Si tienen ganas, los invito a pegarle una espiada, es corta y supongo que de fácil lectura. 

la pueden descargar en pdf cliqueando a vuestra derecha

o aquí: Una cosa... PDF
CJSinCT®
Cruz Joaquín Saubidet®

LEER COMPLETO...

PORTADAS


LEER COMPLETO...

PROLOGO

Prólogo Hice un boceto de este relato hace siete años y lo olvidé como a tantos otros. A principios del año 2008, rescaté del fondo de un bolso un pequeño cuaderno verde titulado “refl exiones y más de un solitario que quiere dejar de serlo” y entre sus páginas estaba esta historia, resumida en dos carillas escritas con letra casi ilegible con una birome negra “Bic”, trazo grueso. En ese momento estaba terminando una novela sobre política que requería mucha investigación, y se me estaba quemando la cabeza. Por eso, decidí escribir “Una cosa…” a manera de ejercicio de relajación. Cada vez que mis neuronas entraban en ebullición, escribía un capítulo, corto, conciso, libre de ataduras estructurales e idiomáticas. Luego decidí compartirlo con algunos amigos subiendo a un blog uno cada semana, y los comentarios y respuestas fueron auspiciosos. A fi nes de marzo de 2008 publiqué el último capítulo y una semana después lo bajé de la Web. Pronto cambié Nueva York por Connecticut y, superado tiempo de adaptación al silencio, decidí publicar alguno de mis escritos de los últimos cinco años. Por muchas razones opté por “Una cosa lleva a la otra”, más que nada porque es corta, simple y sin grandes ambiciones poéticas ni morales. Creo que todas las personas tienen cosas interesantes y que para ello no son necesarios demasiados condimentos, basta un pequeño toque de libertad para cambiar. Una cosa lleva siempre a la otra, las posibilidades son infi nitas, solamente debemos hacernos cargo de las decisiones que tomemos. La vida se encarga del resto. Cruz J. Saubidet

LEER COMPLETO...

CONTRAPORTADA


LEER COMPLETO...

I

A veces pienso que he llegado tarde a este mundo que me ha tocado, si yo hubiera nacido hace miles de años habría disfrutado mi anarquía. Porque yo soy anárquico. Aunque comprendo con claridad los controles gubernamentales y a la policía como males necesarios, nunca voy a terminar de aceptar que instituciones poderosas mantenidas con los impuestos limiten mi deambular por el mundo. Sé con claridad que los controles y las leyes son imprescindibles, pero no por ello dejan de incomodarme. Hace seis o siete años, invadió a mi patria una epidemia de ladrones. Siempre hubo ladrones y mi país ostenta, casi con orgullo, un lugar de privilegio en esos aspectos. Pero la dolencia de esos tiempos fue signifi cativa, porque si en la década del noventa muchos de los que se quedaban sin trabajo ponían un kiosco, en el siglo XXI las opciones se acotaron a “cartoneros” y “chorros” De los primeros se han realizado miles de estudios, escrito ensayos diversos y como si fuera poco, cualquier periodista con ansias de “progre” realizaba un programa acerca de ellos viajando en los trenes que cada tarde los llevaban del conurbano hacia La Capital en busca de lo que “tiran los que aún tienen algo que tirar”. Por eso no hablaré de ese grupo y sí del segundo. Los noventas habían dejado un maravilloso nicho económico y en él proliferaron de forma exagerada los ladrones de kioscos, obligando a muchos a cerrar sus ventanas o invertir en gruesas rejas de hierro que signifi caban, muchas veces, medio año de ventas. Conllevando a su vez al veloz enriquecimiento de los herreros que de un día para otro escalaron social y económicamente para transformarse en concejales, intendentes y hasta pastores evangélicos. Con la fortifi cación de los kioscos y puertas y ventanas de todas las casas del país, muchos ladrones vieron limitadas sus andanzas, y tuvieron que dedicarse al ciudadano de a pié o a las entradas de garajes. Pero, estas últimas se llenaron de armas, alarmas y gente previsora; por lo que sólo se atrevían con ellas los ladrones de ofi cio y preparados, o los drogados, que en muchos casos morían ante las férreas defensas de los moradores. Entonces nació el “chorro de a pié”, a veces en bicicleta, vestido con equipo de gimnasia “Adidas imitación”, un rosario colgado al cuello y gorra con visera. Eran (y son) miles, deambulan buscando miradas esquivas y atemorizadas para luego ponerse a caminar a la par de la víctima e increparla con palabras agresivas y promesas de armas escondidas bajo la ropa. El botín suele ser escaso, pero multiplicado por diez o veinte “panchos” por día, logra equiparar y hasta superar muchas veces el sueldo mínimo vital y móvil. Siempre fui un hombre tranquilo, pero no puedo superar la impotencia. Eso sentí las dos veces que fui abordado por esos muchachos trabajadores. Nunca me sacaron mucho y sólo una de las veces vi el arma (quizás inservible), pero el odio que me generaron fue muy fuerte y difícil de superar. En mi barrio había muchos, así que luego del segundo encuentro decidí probar alternativas. Durante un tiempo cargué un cuchillo en la cintura las cuadras que me separaban de la estación de trenes. Era un pequeño “Toledano” con cabo muy parecido al de un revolver, de esa manera, cuando constataba que se me acercaba un posible “caco”, me ponía serio, sacaba pecho, lo miraba fi jo y dejaba asomar el cabo del cuchillo. Todos pasaron de largo y con el tiempo bastó con la actitud, ya ni mostraba el arma. Así y todo, vivir de esa manera no era lo más agradable, y la sangre en mi ojo derecho seguía viva. Quería ir más lejos aún, necesitaba ser asaltado de nuevo para reaccionar de otra manera, pero era peligroso, porque nunca se sabe con quién uno se enfrentará. Una mañana, que me levanté de muy mal humor por el día anterior y por el que me esperaba en el trabajo, salí de casa con la cabeza nublada y puteando por lo bajo. Al pasar por la verdulería y saludar al empleado observé que, a treinta metros, uno de “esos” muchachos venía hacia mí. Me detuve y giré sobre mis pasos, el empleado de lechugas y tomates me miró extrañado. Viré hacia la izquierda, seguro ya de que me seguía. A los pocos metros me introduje en la entrada de una casa. Apenas pasó cerca de mí, me lancé hacia él con un rodillazo en la espalda que lo dejó duro tirado en la vereda. Después lo pateé, especialmente en la cara, salté sobre su espalda. El verdulero miraba desde la esquina sin moverse. No quise mirar la cara del muchacho, él era todos los ladrones de mi barrio y mi furia debía descargarse. Casi no se movía y respiraba agitado, tanteé su cintura y encontré un revólver que metí en el portafolio. Lo cierto es yo que estaba en problemas, si bien había dejado fuera de combate al ladrón, estaba seguro de futuras reprimendas. No iba a matarlo porque no está en mis genes ser asesino, ni iba a entregarlo a la policía porque saldría al día siguiente. Podía dispararle en las piernas y dejarlo paralítico, pero no llegaba tan lejos mi decisión. Esos treinta segundos, arrodillado sobre una espalda desconocida, fueron quizás los más largos de mi vida y la decisión, quizás la más importante. Se me ocurrió y lo dije: –Escuchame, pendejo de mierda, en esta zona, nadie roba a nadie en la calle sin darme la mitad de lo que consigue. Avisale a cada uno de tus colegas que van a quedar como vos ¿Escuchaste bien?– Por las dudas tiré de sus pelos para levantarle la cabeza y darle unas cachetadas. –Sí, sí, perdoname, loco, no sabía que eras vos. –Ahora sabés, éste es mi celular, me llamás hoy a las cinco para seguir hablando, si no me llamás, te busco y te mato. ¿Tenés alguna duda? –No, viejita, todo bien, “somo amigo”, yo soy el Julián. –Ya sé quien sos, y no somos amigos, yo mando y vos haces caso– Y tiré su cabeza contra las baldosas. –Ahora te vas a parar y salir corriendo de acá, no quiero que te metan en cana, si te portás bien, vas a llegar lejos conmigo. Julián se alejó corriendo y noté que un grupo vecinos se me acercaban. El verdulero venía con ellos. Yo ni siquiera me había despeinado. Seguí mi camino en medio de las palabras de aliento de los vecinos, ese momento los detesté por cobardes. Mientras cruzaba la plaza vi a Julián recostado en un banco y a dos muchachos que lo rodeaban. Me paré delante de ellos y me miraron extrañados. –¡Sentate, Julián y ustedes dos también! ¿Me conocen? –Sí, viejita, Julián nos contó. –¡Viejita, las pelotas! Soy Joaquín Sobiles y no valen los sobrenombres– Amagué una cachetada y el de la derecha se atajó asustado. –Está bien, loco, no te calentés. –Por ahora sólo voy a hablar con Julián, él les va a avisar lo que digo. ¿A qué hora me vas a llamar? –A las cinco, ¿me tirás unas monedas para llamarte? –Tomá, si esto funciona vas a tener tu celular. A las cinco. Y me fui, con la mente en blanco y un temblor sofrenado en mis piernas.

LEER COMPLETO...

II

La media hora de tren hasta el trabajo fue una revolución de pensamientos. No estaba nervioso a pesar de que debía estarlo, mi cabeza se había lanzado hacia lugares muy diferentes de los que hubiera ido en otro momento y las soluciones que rondaban mis pensamientos descartaban la huída como posible solución. ¿Adónde iba a ir? Mi vida no era ningún lujo, alquilaba un departamento en los suburbios que compartía con mi mujer; mi trabajo era interesante pero mal pago y mi jefe decididamente estaba loco y me estaba enloqueciendo. Algunos jefes tienen esa costumbre, al compartir con ellos tantas horas, se convencen de que son importantes en tu vida y, lo más difícil de manejar, es que ellos suponen que es recíproco, siendo que uno sólo aprecia de ellos los pocos o muchos pesos que se desprenden de su mano a fi n (o principio) de cada mes. Pero ese juego me afectaba de alguna manera y, en ocasiones, llegaba a pensar que debía fi delidad a ese “hijo de una gran puta” que, no sólo me explotaba, sino que me quería hacer creer que trabajar con él era lo mejor que podía pasarme. Esa mañana llegué media hora tarde, lo hice a propósito, y tampoco llamé para avisar que estaba en camino como solía hacer cuando me retrasaba. Porque llegar tarde era terrible para mi jefe, mas no lo era quedarse después del horario preestablecido. Traspasé sonriente las puertas de vidrio y una de las recepcionistas con los ojos salidos de sus órbitas me recibió sin saludarme siquiera. –¡Llamalo ya a Roberto! ¡Preguntó por vos seis veces en media hora! –Buen día, Romina, se supone que yo debería estar nervioso, no vos. –¡Pero está insoportable! –Siempre es así, no te preocupes por mí, yo me cuido solo. Caminé hacia el baño y me tomé mi tiempo, después pasé por la cocina y aproveché para conversar un poco con un compañero y tomarme unos mates. Romina ya había avisado al jefe sobre mi llegada y éste, me llamaba con insistencia a la cocina. A la tercera llamada levanté el tubo y dije “ya voy” antes de cortar. Me lo imaginaba al petiso, con su traje color ladrillo, su camisa siempre arrugada y alguna de sus corbatas horribles. Me tomé un mate más y subí la escalera envuelto en una paz desconocida. Hoy va a ser al revés, pensaba, yo estoy en falta, pero él será el culpable. Antes de tocar su puerta, fui a mi ofi cina a dejar el portafolios, en ese momento recordé el revolver que contenía. A paso tranquilo llegué a su puerta. Toqué. –¡Vos te pensás qué esto es joda! ¡Que yo no tengo “lo qué hacer” y que tengo que depender de tu hora de llegada! ¡Me hiciste perder media mañana! –Tranquilo, Roberto, te va a hacer mal ponerte tan nervioso, ¿Te acordás cuantas horas después me fui ayer? –¡Pero, si yo no te autorizo, no podés llegar a la hora qué quieras! –¿Querés qué me vaya, espere que te calmes, y vuelva? Yo también tengo bastante que hacer, y perder tiempo, en mi caso, nos perjudica a los dos– Yo hablaba con un tono apacible que ponía más nervioso aún al jefe. –Yo decido qué hacer y qué perjudica a quien, yo manejo mi vida y esta empresa, quedate acá y explicame porqué llegaste tarde. –La verdad, Roberto, hoy he decidido no explicarte absolutamente nada de mi vida puertas afuera de esta empresa, así que te vas a quedar con las ganas. –¡Te voy a descontar del sueldo la hora de hoy! –Encantado, pero sumale, más o menos quince “horas extras” este mes. –Vos sabés que eso te lo reconozco de muchas otras maneras. –A partir de hoy, el único reconocimiento que voy a aceptar es “cash”, no me interesa ningún otro. –¡Te volviste loco! ¡Así no podemos trabajar! –Si me estás despidiendo empezá a hacer las cuentas, si no, mantente silente y dejame trabajar, ¿o no sabés que mañana vienen doscientas personas a cobrar por su trabajo? –¡A mí, vos no me callás! ¡Te quedás acá hasta que aclaremos este problema! –Yo no tengo ningún problema, ni quiero aclarar nada, te aviso que a las cinco me voy y si no terminé, mañana no cobra nadie. –¡Yo no puedo trabajar así! –Yo tampoco, para eso tengo mi ofi cina, mi computadora y mi teléfono. Eso sí, decidí rápido, porque si me vas a despedir, me voy ahora. –¡Te volviste totalmente loco!– Los ojos de mi jefe estaban rojos de furia, pero no podía siquiera moverse del sillón. Dentro de su pequeñez física se sentía poderoso conmigo, yo dependía del sueldo que él me pagaba y hacía siete años que era su mano derecha. Entonces me senté y cruce mis piernas sin dejar de mirarlo un segundo. La cara se le enrojecía y los puños apretados golpeaban contra su escritorio. Yo no hablaba, con la sonrisa misma desde mi entrada, acataba su decisión de no ir a trabajar. Él no sabía que decir, se sentía acorralado sin su retórica. Yo seguía sentado. Pasaron diez minutos hasta que sonó el teléfono, era mi mujer, me la pasó con el manos libres. –Hola, linda, qué sorpresa. –Hola, ¿Cómo va tu mañana? –Mirá, hasta ahora no he podido hacer nada, porque Roberto me tiene en su ofi cina empecinado en una disculpa que no pienso pedirle. Igual me preocupa Roberto, porque lo veo muy colorado. –¡Uy!, capaz vas a tener que llamar a una ambulancia. –No es para tanto– Dijo Roberto. –Lo que pasa, es que tu marido llegó tarde y no me explica por que. –Pero, Joaquín, ¿te pasó algo? –Sí, después te cuento, pero todo bien, no te preocupes. –Bueno, un beso mi amor. Chau, Roberto, cuidado con la presión– La risa de mi mujer puso histérico a mi jefe, que cortó el teléfono con bronca. –¿No vas a hablar? –No tengo nada para decirte, Roberto, siento que estoy sentado acá, totalmente al pedo. –Andá, pero esto no termina acá. –Debería terminar acá, yo no voy a seguir así, si me vas a echar decidilo ahora, porque no quiero trabajar al pedo. –No, no te voy a despedir, pero no quiero más estas actitudes. –Yo tampoco, jefe, necesitás cambiar muchas cosas. –¡Vos sos el que está mal! –No te confundas, a partir de hoy yo voy a estar bien, con o sin este trabajo, pero las cosas van a ser diferentes, ya tengo treinta años y es hora de hacerme valer un poco. –¡Yo no voy a cambiar mi forma de trabajo! –Deberías. Ojo, el trabajo está bien, lo malo es la forma. –Es así y no va a cambiar, siempre trabajé de esta manera. –Roberto, cuando te hablo, hablo en serio, yo no te aguanto más: sos un histérico, gritón, soberbio, jodido; y para colmo te vestís mal y te ponés camisas arrugadas. Obviando lo de la ropa, que al fi n de cuentas te perjudica sólo a vos, no voy a soportar ninguna de las otras actitudes. –Entonces, no podemos seguir trabajando. –Listo, llamá al contador para que haga las cuentas. –Pero me vas a dejar plantado así, te tengo que reemplazar, son siete años. –Es tu decisión, no la mía, yo no puedo (ni quiero) hacer nada. –Mejor si te quedás, después veremos si puedo controlarme. Lo de la ropa me dolió. –¡En los ojos duele!, si querés te puedo asesorar un poco. Y planchá las camisas. –¡Andá a trabajar! –No me llames hasta las tres de la tarde, ya me interrumpiste mucho por hoy, en un rato te mando el listado de los llamados que tendrías que hacer.

LEER COMPLETO...

III

Caminé sobre el aire los pasos hasta mi ofi cina, me sentía demasiado bien. Romina estaba sacando unas fotocopias y me miró preocupada. Mi sonrisa la tranquilizó y se fue después de preguntarme qué quería almorzar. Trabajé sin pausa hasta las dos, hora en que imprimí los doscientos cheques y me dispuse a almorzar un sándwich de milanesa en el patio mientras revisaba el revolver. Parecía estar en buen estado, incluso tenía seis balas. Pensé que si tenía las balas era porque andaba, así que lo guardé poniéndole antes el seguro, o lo que yo suponía que era el seguro ya que las armas nunca me habían gustado. De curioso, entré a Internet e investigué sobre calibres y pistolas. A las tres menos cuarto llamó Roberto: –¿Ya puedo fi rmar esos cheques? –Te dije a las tres, quizás un poquito más. –Pero, yo me tengo que ir a una reunión. –Ya te expliqué que cuando vas a ver a un amigo no se le dice “reunión”, aparte es culpa tuya, me hiciste perder una hora. –…. Mi jefe cortó el teléfono, sabía que era conveniente morderse la lengua en ese caso. Yo seguí con Internet y llamando por teléfono hasta las tres y media, cuando decidí llevarle los cheques para fi rmar. En toda la tarde no pude pensar en qué hacer con Julián cuando me llamara, traté, pero nada me venía a la mente. A las cinco menos diez sonó mi celular, era él, sólo dije: –Te dije a las cinco– y corté. Diez minutos después volvió a llamar. –¿Cómo va tu día? –Bien, Joaquín, junté casi doscientos pesos, ¡Y sin el caño! –Viste, vamos a andar bien vos y yo, por ser hoy, te podés quedar con ciento cincuenta, esperame a las seis y media en la placita. –Listo, nos vemo ahí. Unos minutos antes de las cinco me fui sin saludar, compré un par de Heinekens en un kiosco y marché hacia mi casa. A las seis me senté a leer el diario en un banco de la plaza hasta que apareció Julián. –¿Te duele algo? –Un poco nomás, desde los trece, que mi papá se fue, que no me pegaban tanto, tomá los cincuenta. –Tomá una cerveza, sentate. ¿Vivís en la villa? –Más vale. –¿Quién es el dueño del bar? –Hay dos, aunque uno es más “despensita”, el que nos juntamos a la noche es de Cholito Márquez. –¿Es del palo? –Es un groso el chabón, carga con cuatro, dice, pero está re tranquilo ahora, dice que conoció a Jesús. –Traelo acá mañana a esta hora, tengo que hablar con él de “negocios”, decile. ¿De dónde sacaste este caño? –Se lo compré al Cholito, anda bien, viste. –Así parece, cuando te tenga confi anza te lo devuelvo. ¿Dónde andan los otro dos de esta mañana? ¿Son buenos pibes? –El “Pichu”, el coloradito, es un pan de Dios, casi nos criamos juntos. El “Juaco” vino hace poco a la villa, pero labura bien con la “punta”. –Anda a preguntarles cuánto hicieron hoy. Seguí leyendo el diario, a los cinco minutos volvió Julián con sesenta y cinco pesos. –¿Fue un mal día? –Lo que pasó es que al Pichu lo agarró la “yuta” y le sacaron todo. Es verdad, tipo a las tres, en la vía y 9 de julio. –¿Quién lo agarró? –El “forro” de Jiménez, vive pegado a la villa, ¿lo conocés? –¿Uno de bigotes, medio gordo?– Lo conocía de mis andanzas por el concejo deliberante, el tipo muchas veces hacía guardia y conversábamos. –Ese, es un hijo de puta, nos deja laburar pero a veces quiere una parte. –Ya lo vamos a acomodar. –¡Que grande, Joaquín! –Quiero que mañana cambies de zona, necesito que no te vean por el barrio en una semana, llamalo al coloradito. –¿Vos sos Pichu? –Sí viejita, “el Pichu” –Nada de “viejita” conmigo o te cago a trompadas. A vos te quiero por la costa, cubrime diez cuadras entre la avenida y el arroyo. Pero laburá hasta las doce, conseguite un bolsito lindo y afeitate bien, tenés que dar aspecto de limpio. –Está bien, igual a la tarde tengo que ir a laburar con mi tío. –¿Carpintero? –Sí, tenemos que entregar unas sillas. –Por ahora vas a hablar con Julián, yo no te conozco ni vos me conocés. Chau, humo. –¿Y el otro? –Averiguame bien qué tal es y mañana vemos si nos sirve o no. Mañana a esta hora te quiero acá con Cholito. Llamame cualquier cosa, tengo un día complicado. Chau.

LEER COMPLETO...

IV

Crucé la plaza al cejo, en la esquina había un grupito de muchachos tomando cerveza. En otro momento habría cambiado de vereda, pero no tenía ganas ese día. Me senté en un banco y los miré, ninguno llegaba a los veinte años, hablaban mal, con la mandíbula hacia fuera y la lengua contra el paladar. Me miraron feo, saqué un cigarrillo y les pedí fuego. Uno me tiró el encendedor y se lo devolví con fuerza a la altura de la cara. –¡Pásamelo bien o metételo en el orto!– Le dije. Se me acercaron los tres medio furiosos y haciendo ademanes. Saqué el revolver y lo apoyé sobre el portafolios. –Todo bien, “vieja”, tranquilo. Guardé el arma en el bolsillo interno de mi saco. –Estoy buscando “boluditos” para llenar de agujeros. Ustedes parecen medio boluditos. –Ni ahí, “nosotro” nos la “bancamo” Somos del palo. De la barra. –¿Conocen al Julián? –Sí, laburamos juntos a veces. –Mañana veremos qué hago con ustedes, ¿Cómo se llaman? –Pepo, Roque y Guillermo. ¿Vos sos Joaquín? –Sí, ¿me da alguno fuego, carajo? –Tomá loco, lo hice hoy, ¿está lindo viste? Te lo regalo. –Gracias, mañana nos vemos. A las siete y cuarto estaba en casa, me sentía raro aunque tranquilo, tenía ciento quince pesos extra en el bolsillo. Cuando llegó mi mujer la invité a comer a un bonito restaurante del barrio. En cuanto estacioné, el cuidacoches se me acercó con el famoso “¿se lo cuido, maestro?” –Mirá, pendejo, si no me lo cuidas bien, te vas a tener que cuidar vos y después alguien te va a cuidar en el hospital. ¿Está claro? –¿Estás “neuroasténico”? Ojo cómo me hablás, loco. Me le acerqué hasta quedar cara con cara, mi mujer estaba asustada pero la calmé con un gesto. –Mucho cuidado, pendejo. A Joaquín Sobiles, no le dicen “neurasténico”, ¿clarito?– En ese momento mi rodilla se incrustó en sus testículos. –Todo bien, perdoná, no te conocí– El jovencito quedó sentado junto a mi auto y nosotros entramos a comer. Le conté los hechos a mi mujer que me miraba con asombro, el tema la asustaba. – ¿Qué pensás hacer? –Ni idea, mi amor, lo que me preocupa es mi falta de preocupación. ¿No te parece qué debería estar asustado? Ni un poco, nada de miedo, creo que rompí una barrera. –Lo de Roberto está bien, al fi n de cuentas es un huevón, pero la otra gente me suena peligrosa. –Puede ser, pero no me asusta. Al fi n de cuentas son muchachos sin futuro, si les muestro una señal, capaz que hasta me agarran cariño. –¿Qué señal les vas a mostrar? –Ni idea, pero ya se me va a ocurrir. Mañana me junto con un tipo que tiene un bar en la villa, si lo conquisto a él tengo la mitad del camino asegurado. –¿Te das cuenta que hoy fuiste tan chorro cómo ellos? –Depende del cristal con que se mire, creo que los muchachos van a ser buena gente algún día, mientras tanto, tienen que comer. –Me da miedo, Joaquín. Mirá si te pasa algo. –Puede ser, pero hoy hice un clic, nadie más va a hincharme las bolas. Ni mi jefe, ni los chorros, ni la cana, nadie. –¿Y tu trabajo? –Veremos que pasa, perdí totalmente el miedo a ser despedido. Hoy quedó demostrado que hago falta ahí; si yo hubiera sido el jefe, me habría echado. Pero no me echó y tal vez sea bueno seguir un tiempo con el “soretito”. –Por ese lado me alegro. Un tema llevó al otro y la comida estuvo sabrosa. Cuando salimos el cuidacoches no estaba. Ya en casa, me acosté y dormí como un lirón.

LEER COMPLETO...

V

Las situaciones vividas, al ser contadas, suelen hacernos tomar el papel de héroe o antihéroe, yo no quiero eso. No me arrepiento de haber tomado las decisiones poco pensadas que tomé, no, no puedo decir que me arrepienta. No considero haberme transformado en más malo ni que la moral me atormentara en algún momento, sólo puedo asegurar que, a partir de esa mañana, fui menos infeliz. No quiero convertirme en un “PowerPoint” reenviado por señora al pedo, pero el ochenta porciento de esas “bostas” dicen que hay que hacer lo que uno quiere y que las metas son imprescindibles para ser feliz. ¿Qué metas tenía yo antes de esa mañana? ¡Pedorras!: Ganar más plata en mi trabajo, vivir tranquilo, comprarme una casa, quizás tener hijos, fumarme un porro con amigos de vez en cuando o escaparme una vez al año por quince días a un lugar lindo. Pero la única verdad, de la que ya no reniego, es que nada me pone más contento y activo, que decidir las acciones de otras personas. Algunos llaman a esto “sed de poder” y lo consideran negativo, yo creo que depende del poder que uno quiera manejar y la exposición que este poder implique. En mi trabajo tenía poder, al fi n de cuentas, como mano derecha del dueño de la empresa decidía sobre más de doscientas personas, pero, mis decisiones se supeditaban a una mayor, que solía salir de un petiso con camisa arrugada. Ese poder no me servía, me “cagaba” en esas doscientas almas y sólo quería, inconscientemente, tener poder sobre el jefe. También es cierto que muchas veces el poder no se mide por las personas a las que uno maneja. Yo había comprobado que una sensación muy gratifi cante era sentir que nadie tuviera poder sobre mí. ¿Tenía yo poder sobre mi jefe ahora que él había perdido el poder sobre mí? ¿Tenía poder sobre los “chorros” ahora que les había perdido el miedo? ¿Tenía poder sobre mis actos considerando que no era capaz de pergeñar un plan a futuro? Creo que en pequeñas dosis, iba ganando un poquito. Y había perdido muchos temores. Llegué al trabajo con quince minutos de retraso, había decidido no ponerme traje solamente para molestar a Roberto justo el día de pago, el de mayor exposición empresarial. No pasé a saludarlo como cada mañana, sólo entré a mi ofi cina, me senté y puse el revólver en el cajón del escritorio, junto a la agenda. En poco más de media hora empezarían a llegar los empleados a cobrar por los servicios prestados. Roberto apareció mientras hablaba por teléfono con mi hermano, con un gesto le pedí que esperara, debió morderse la lengua, peor aún al descubrir por mis comentarios, que mi comunicación no era laboral. –Buen día, Roberto. –Estuve pensando sobre tu actitud de ayer, no le encontré la vuelta, yo sigo siendo el jefe y vos obedecés lo que yo digo. –No hay dudas de eso, no quiero tu puesto ni nada parecido, lo único que necesito, es que no me rompas las bolas, no lo voy a aguantar más. –Yo no te jodo, sólo necesito que trabajes a mi manera. –Creo que trabajo bien, incluso casi no necesito tu presencia en mi función acá. ¿Por qué no te vas de viaje? –Si yo no estoy, se viene todo abajo. –No quiero ni voy a discutir. ¿Qué te hace falta? –Saber todo de cómo viene el día de hoy. ¿Está la plata en el banco? –Por supuesto, incluso podes sacar tres mil sin que eso afecte a las cuentas, si querés “tirame” un poco, quinientos está bien, por mi destreza con los números. –No te hagas el gracioso. –Alguna vez podrías reconocer mis servicios. –Nunca dejé de pagarte. –Bueno, ok, ¿algo más? –Muchas cosas, pero mejor me voy a trabajar, ayer conseguí dos contratos nuevos. –¿Con la “info” que te conseguí? –Y con mis cuerdas vocales. –Entonces dame la mitad. –Estás gracioso hoy, pensás en plata nada más. –¿Hay algo más que plata en los negocios? –Me voy, al mediodía ¿vamos a comer? –Si vos pagás y yo elijo el lugar. –Ya veremos. En dos horas ya había pagado a la mitad de la gente, la tarde se vislumbraba tranquila. Mientras almorzaba con mi jefe en un restaurante, Julián me llamó para confi rmar la reunión con Cholito, según lo planeado. –¿En qué andás? –Del laburo para afuera, nada que quiera contarte. –La verdad, Joaquín, es que me preocupa como estás desde ayer, ¿te pasó algo? –¡Otra vez! “Me hinché las pelotas”, sólo eso. –Mirá que a mí me puede pasar lo mismo. –La diferencia es que a mí no me importa, si te “hinchás las bolas” o te sentís incómodo conmigo: llamá al contador y todo arreglado. Yo no voy a desatender el trabajo, no te preocupes. –Pero a mí no me sirve si no estás al pie del cañón para todo. –Si algo me sobra, es el sentido común para saber cuando algo es importante o no, cuando no lo sea, no cuentes conmigo. –¿Y cómo vas a saber lo que para mí sí es importante? –Después de siete años creo que te conozco. –Llamá al mozo para que nos cobre. –Llamalo vos, yo todavía estoy comiendo.

LEER COMPLETO...

VI

Cholito Márquez era un morocho alto y fl aco. Rondaría los cincuenta, aunque los disimulaba con un corte de pelo “setentoso” que resaltaba su nariz sobredimensionada. Cuando reía se apreciaban sus muelas de lata, incluso una de sus paletas superiores era dorada, lo que contrastaba con el plateado molar. Usaba una “chiva” de cinco centímetros en su pera y se notaba que su genética india lo había desprovisto de barba completa y tupida. Hablaba pausado aunque no con corrección, sin embargo, usaba términos rebuscados en su discurso. Incluso parecía sumiso, pero yo sabía que no lo era. –Julián me contó que querías verme, ¿se trata de algún negocio? –De algo que puede llegar a ser un negocio. Mirá, Cholito, necesito tu bar para reunirme con los muchachos, puedo comprarte una parte o pagarte un alquiler. –No habría difi cultad, tengo un galponcito atrás que a veces alquilo. –Entenderás que vas a perder algunos clientes si nos instalamos ahí, pero lo vas a compensar con otros ingresos. –No te preocupes, en el barrio todos me conocen, saben que en mi bar no pasa nada si yo no lo autorizo. –Eso es bueno, entiendo que todos te respetan, pero una vez que empecemos, puede venir cierta gente, incómoda con nosotros. –¿De otros barrios, decís? –O de la villa misma, calculá que no vamos a tener a todos contentos. –Ni Jesús ha logrado ese cometido, la raza humana es insatisfecha por naturaleza. –Pero la insatisfacción lleva al progreso, Cholito. No estamos conformes, entonces cambiamos, y esos cambios benefi cian a unos y perjudican a otros. La charla se desvirtuó en fi losofía de bar, hasta que a las siete me despedí con un abrazo y un beso de mi nuevo amigo. Era jueves, por lo que convení con Julián la primera reunión para el sábado a las cinco de la tarde, en el bar. Él se encargaría de juntar a los muchachos, por el momento eran seis, contando a los tres del incidente del encendedor. Julián había aceptado el papel de recaudador, y antes de irme me entregó doscientos veintiocho pesos. Era día de cena con mis suegros, pero necesitaba ver a mis amigos, por lo que llevé a mi mujer hasta la casa de sus padres y encaré, solo, para el centro. Julián y Juaco me esperaba en la entrada de la villa, entramos en el auto, a paso de hombre entre las calles angostas y las casas de chapas, cartones y con cubiertas de autos en los techos. Los chiquitos corrían a la par de nosotros mientras sus madres les gritaban desde todos lados. Diez minutos después llegamos al bar de Cholito. Salió a saludarme y me indicó que estacionara el auto detrás del bar. La construcción del local era fi rme, de buenos ladrillos y techo de zinc nuevo. En el medio, una mesa de billar roída y cuatro tacos de dudosa calidad. La barra del bar, también de ladrillo, alojaba la “chopera”, con su canilla y el cajón lleno de vasos a su lado. La concurrencia tomaba cerveza en su mayoría, solamente los más viejos lucían en sus mesas cajas de vino y sifones de soda. Al fondo de la calle aprecié una cruz y supuse que alguna iglesia evangélica estaba ahí instalada. Parroquia, seguro no había, mejor así, pensé, no era bueno que los curas anduviesen cerca. El galponcito distaba de parecer una ofi cina, pero podía arreglarse con poco. Entré, y tras de mí Julián, Juaco y el Pichu. –Los otros tres deben estar por llegar, el partido terminaba a las cuatro. No tenía plan alguno, en las caras de los muchachos reconocía una esperanza, sólo debía descubrir de qué tipo, para encaminar mi discurso hacia allí. Para empezar: nada de consejos “deben sentir que hacen bien lo que hacen” “Tengo que trabajar el sentido de pertenencia” Julián trajo una “Quilmes” que liquidamos en pocos minutos, luego vinieron dos más. A las seis llegaron los que faltaban y empecé la reunión. El público dejaba un poco que desear, pero era lo que había. Lo cierto, es que no entendía por qué me respetaban, yo no contaba con un plan para ellos (ni siquiera para mí) así que debí improvisar un discurso que sonó a charla de kiosco pero con categoría de organización criminal. ¿Qué sabía yo del tema? Poco, Hollywood me había asesorado con películas, quizás haber leído algo de Puzzo o los cuentos de un amigo abogado penal. Tenía a favor mi capacidad a la hora de la empatía, el haberme criado junto a gente de ese nivel sociocultural y, lo más importante, mi tendencia a lo abyecto, pero organizado. –El tema en cuestión, muchachos, es que puedan laburar tranquilos. Porque esto de ser “pungas” puede ser interesante un tiempito, pero se van a cansar cuando comprueben que nunca van a ser ricos. Y lo peor de todo es que van a ser pobres y con la fama de “chorros baratos”. Porque hay gente pobre, pero zafan de la infelicidad con la excusa de su honradez. Yo quiero conmigo gente “del palo” pero con un poco más que lo común. ¿Qué es un poco más? Un poco más que los destaque del resto. A ver, vos Julián, decime qué sabés hacer bien. –Yo dibujo “joya”, te copio lo que sea. –¿Dónde aprendiste? –Fui hasta segundo año de la técnica. –¿Y vos Juaco? –Yo corro muy fuerte, y salto alto. Ah, juego a la pelota bien. –¿Alguna vez estuviste en un club? –En séptimo grado, en Bahía Blanca, era titular en Defensores del Sur, después nos vinimo acá y nunca tuvimo plata para entrar a otro club. Pero juego con los muchachos. –Pepo, ¿vos? –Toco el bajo a veces, pero no tengo bajo. También peleo bien. –¿boxeas? –No, loco, con patadas, medio sucio me gusta a mí. –¿Onda chino? –Onda villa, nadie me puede por el barrio, y en la barra, yo voy adelante. –¿Sos calentón? –¡No!, soy re “tranqui” yo, si cuando peleo me río y todo. –¿Pichu? –Mi tío dice que no sé ni atarme los cordones, pero me llama para trabajar siempre, o sea que capaz que sirvo para eso. Tengo fuerza, loco, mirá mis brazos. –¿Hacés pesas? –No, ¡mira si voy a ir a un gimnasio!, me cuelgo de la barra y le doy y le doy, aparte me gusta trepar, a todo trepo, árboles, puentes, techos. –Guillermo. –Yo peleo bien, también, no se quien gana si peleo con Pepo. –¿Alguna otra cosa? –Leo de corrido, y tengo mucha memoria, me acuerdo de todo. –¿Todo, todo? –De todo, miro un auto de atrás y me acuerdo la patente. –Faltás vos, Roque. –Yo peleo bien, por algo voy al frente en la barra. Además, soy lindo. –¿Quién te dijo? –Todas las minitas, siempre me dicen que soy lindo.

LEER COMPLETO...