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agosto 01, 2020

XIV

En la reunión del sábado tratamos la “operación Martínez” y la aceptación fue unánime. Los muchachos estaban encantados, además de los afanos, iban a cobrar un extra. Yo desconfi aba, me parecía peligroso el hecho de meternos a afanar en un acto político. En esos casos, la gente anda con una “idea de grupo” diferente, suponen una pertenencia especial con respecto a su vecino que aplaude y canta las mismas pavadas que él. Eso, me hacía suponer que en caso de descubrir un chorro entre las fi las, se unirían en pos de lincharlo. Les planteé la idea a los muchachos, pero ellos me tranquilizaron con ejemplos de trabajos anteriores en marchas y actos. –No pasa nada, Joaquín, los que van a los actos son todos una “manga de cagones”. A la mayoría alguien los lleva y les paga, así que “ni ahí” son un grupo. –No creo que en todos los actos sea así. –Pero si viene de Martínez seguro que es así, solamente hay que tener cuidado con la “yuta”, pero Jiménez algo va a poder hacer. –A mí, sigue sin gustarme, pero ustedes son los soldados, y si les interesa, más vale así. –Está bueno esto de conversar, Joaquín. Yo creo que podemos hacer buena guita con el “chabón este”. –Yo también, Roque, pero tenía otras ideas antes de este negocio. –Tenemos tiempo. –Sí, eso es verdad. Guillermo: ¿Abriste las cuentas de email para todos? –Ya están listas, pero a Pepo y Pichu no hubo forma de explicarles cómo entrar. –Yo les mando todos los días un video porno y vas a ver que aprenden rápido. ¿Quién busca más birras? Con el pasar de los meses, la ofi cina tomó un color interesante, incluso la extendimos unos metros para que Julián estuviera mejor. Teníamos dos computadoras con banda ancha de Internet, televisión por cable, microondas, freezer, parrilla afuera, un banco de pesas, una biblioteca con más revistas que libros, muchos CDS, sillones confortables, hasta un pizarrón. Me sentía cómodo ahí, el grupo había crecido, aunque seguíamos siendo siete en las reuniones, cada uno de los muchachos tenía varios a su cargo y eso implicaba una mayor organización. Ya cubríamos tres partidos del conurbano y la logística llevaba tiempo. Los muchachos estaban contentos, se vestían “feo” pero mejor y todos tenían celulares. Hicimos varios trabajos para Martínez, fi jamos la tarifa en diez mil pesos por acto hasta dos mil personas y quince mil los más grandes. A veces el contrato, trataba de impedir los afanos, en ese caso pedíamos dos mil pesos más en concepto de propinas. Jiménez, poco a poco, escalaba posiciones en la fuerza, sus zonas estaban siempre limpias de robos y sus patrulladas eran impecables. Hubo varios problemas que resolver, pero bien organizados resultaron sencillos. Cada nuevo lugar que tomábamos implicaba una prueba de fuerza y muchos ojos morados y costillas rotas. Supongo que alguien murió en esas cruzadas, pero yo traté siempre de evitarlo. Las fronteras en el conurbano son simples carteles de bienvenida, pero existe cierta pertenencia de los moradores (incluyendo a los delincuentes) que los obliga a mirar con desprecio a los foráneos. Por eso andábamos con cuidado, entrábamos poco a poco y cuando se daban cuenta de la invasión sólo debíamos reventarlos a patadas. Para los muchachos era bueno afanar en otros barrios, porque en lo profundo de sus conciencias, algo les molestaba al momento de “apretar” a un vecino. Eso sí, en muy pocas ocasiones mi gente uso la fuerza con los “clientes”. Un caso, fue durante los primeros días de un nuevo integrante a cargo de Guillermo, el “loquito” se metió un “paco” antes de salir a laburar y casi mata a un adolescente a patadas. El sábado siguiente vino a la reunión con su jefe y se sentó al fondo de la ofi cina a mirar televisión. Guillermo lo justifi caba con el hecho de que “juntaba” bastante, pero a su vez, sabía que ese tipo de errores no podían quedar impunes. –¿Qué vas a hacer, Guillermo? –Estuve pensando, creo que lo mejor es “bajarlo” –¡Pará, loco!, no te parece demasiado. –Ni ahí me gusta, pero lo van a agarrar, meter en cana, identifi car; el caso salió por la tele. Y cuando lo agarren, seguro que salta que anda conmigo, y si anda conmigo también te manda a vos “al muere”, y a los otros muchachos. Creo que lo tenemos que desaparecer. –¿Cómo? –Dejámelo a mí, Cholito me aconsejó un poco, Roque y Pepo me van a “hacer el aguante”, quedate tranquilo. Fue el primer impacto real que tuve sobre mi nueva actividad. El chico miraba tele, en su mundo de “paco”. Lo observé un rato y me dio lástima. Yo debía fi rmar su sentencia, también podía evitarla, pero supuse que en ese caso era alargarle un poco la vida. A ese muchachito no le quedaba mucho, con o sin Guillermo. –Está bien, Guillermo, ¿tiene familia? –No, creo que son de Jujuy, hace años que no sabe nada de ellos. –Se acabó el tema entonces. Tengo que irme ahora, cualquier cosa me llaman al celular. Pasé a saludar a Cholito por el bar y me tomé dos ginebras al hilo, me hacían falta. Procuré no pensar en el chico, pero a cada rato volvía a mi cabeza. Esa noche invité a mi mujer a una “disco” de moda, necesitaba música fuerte y tragos variados.

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