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agosto 01, 2020

XVIII

Crucé la plaza de la estación y lo vi a Roque, sentado, fumando quién sabe qué cosa. De lejos era un lindo pibe. No me acerqué, le hice una seña desde lejos y él bajó la cabeza afi rmando. Todo estaba en orden. Tomé el tren. Antes de que llegara a destino Julián me llamó. Se presentaba el primer problema. El Juaco había ido a la zona asignada y tres “colegas” lo “apuraron” para que se fuera. Sin dudarlo bajé del tren y volví sobre mis pasos. En la estación me esperaban cuatro de los seis. Llamé a Julián aparte. –¿Qué “onda” con los colegas? –El Juaco no los conoce, deben ser de otro barrio. ¿Vamos? –Mandá conmigo a Pepo y Juaco. Vos y Guillermo vayan por la avenida y doblen por la cortada. Nosotros encaramos y si hace falta ustedes ayudan. –Listo, ¿Tenés el caño? –Sí, pero no lo voy a usar. Vayan, que nosotros ya vamos. Pepo estaba ansioso, no solamente quería pelear, quería también tantear mis habilidades. Si bien hacía mucho que no peleaba (sin contar a Julián), alguna vez supe defenderme. Nunca me enceguecí y ese era mi problema. Ahora, de mi forma de actuar dependía todo. Por suerte estaba tranquilo. Los vimos sentados en la tapia de una construcción abandonada. Tomaban un vino en caja y se reían y visteaban con las gorras. Me acerqué solo, mi ropa era buena, pantalón de vestir, camisa gris y zapatos náuticos, eso los descolocó de entrada. Me paré delante de ellos, la calle estaba desierta. –Muchachos, tengo un problema y ustedes pueden solucionarlo. –¡Yo a vo no te conozco, volá de acá! –Ese es tu problema, rubio, no conocerme. Uno de mis muchachos se encontró con ustedes hace un rato, y no lo trataron bien. El rubio saltó del tapial con agilidad de gato y se me “vino al humo”. Debo aceptar que me tensioné, pero no perdí la calma, lo miré fi jo. –¿Cómo te llamás vos, rubio? –¡Qué mierda te importa, pescado, rajá de acá antes que te mate! –No creo que muera nadie hoy, pero yo, seguro que no. Me tiró una trompada de costado que pude atajar, sin dudarlo le incrusté la rodilla en los huevos y en cuanto se agachó, un segundo rodillazo se clavó en su nariz. Era una buena técnica, aparte no conocía muchas otras. Por las dudas le pateé el estómago mientras los otros dos saltaban en defensa del socio. Antes de que el primero se me acercara, una trompada de Pepo lo noqueó. Llegó corriendo, temiendo quedarse sin alguien a quien pegar. Juaco tenía agarrado al tercero, el más chico de los tres. Le torcía el brazo sobre la espalda y el muchacho chillaba de dolor. Julián y Guillermo llegaron corriendo y entre los cinco metimos a los tres entre los escombros. –Muy bien, muchachos. Ahora me tengo que ir. ¿Qué van a hacer con estos tres? –¿Les cortamos un dedo del pie? –No, si quieren, péguenles un poco más, pero no los corten. –Pero está bueno marcarlos, no van a joder más. –Pensá a futuro, Guillermo, si les cortás un dedo, a cada uno que “fajemos” le vamos a tener que hacer lo mismo, vamos a tener una colección de dedos. ¿Y sabés qué? Un día se van a juntar todos los “sin dedo” y nos van a reventar. –Tené razón, mejor los “cagamo bien a palos” y listo. –Perfecto. Ah, Julián, fi jate si lo podés reclutar al rubio, me gustó su actitud. El rubio se llamaba Martín y vivía fuera de la villa, los otros también, pero sólo el rubio parecía valer la pena. Me tomé el tren y llegué al trabajo tarde, no di explicaciones y me puse a trabajar despacio, como todos los lunes. Había vivido una situación muy violenta y sin embargo mis nervios seguían inmutables. Hasta la había disfrutado.

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