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agosto 01, 2020

ACLARACIONES VARIAS al 2020

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Cuando escribí esta historia lo hice pensando en una Argentina de hace veinte años. Por desgracia para mi país y suerte para mis letras, cada cosa que pasa en el libro es factible en estos días. Es una pena porque nos demuestra que como país somos una montaña rusa con más bajadas que subidas. La historia habla de delincuentes, sin moralinas ni juicios de valor que prefiero dejarlos para otros más sabios y menos caritativos. Aunque bien mirado, podría asegurar que el protagonista es una especie de Marie Kondo del crimen del conurbano bonaerense. Si tienen ganas, los invito a pegarle una espiada, es corta y supongo que de fácil lectura. 

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CJSinCT®
Cruz Joaquín Saubidet®

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PORTADAS


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PROLOGO

Prólogo Hice un boceto de este relato hace siete años y lo olvidé como a tantos otros. A principios del año 2008, rescaté del fondo de un bolso un pequeño cuaderno verde titulado “refl exiones y más de un solitario que quiere dejar de serlo” y entre sus páginas estaba esta historia, resumida en dos carillas escritas con letra casi ilegible con una birome negra “Bic”, trazo grueso. En ese momento estaba terminando una novela sobre política que requería mucha investigación, y se me estaba quemando la cabeza. Por eso, decidí escribir “Una cosa…” a manera de ejercicio de relajación. Cada vez que mis neuronas entraban en ebullición, escribía un capítulo, corto, conciso, libre de ataduras estructurales e idiomáticas. Luego decidí compartirlo con algunos amigos subiendo a un blog uno cada semana, y los comentarios y respuestas fueron auspiciosos. A fi nes de marzo de 2008 publiqué el último capítulo y una semana después lo bajé de la Web. Pronto cambié Nueva York por Connecticut y, superado tiempo de adaptación al silencio, decidí publicar alguno de mis escritos de los últimos cinco años. Por muchas razones opté por “Una cosa lleva a la otra”, más que nada porque es corta, simple y sin grandes ambiciones poéticas ni morales. Creo que todas las personas tienen cosas interesantes y que para ello no son necesarios demasiados condimentos, basta un pequeño toque de libertad para cambiar. Una cosa lleva siempre a la otra, las posibilidades son infi nitas, solamente debemos hacernos cargo de las decisiones que tomemos. La vida se encarga del resto. Cruz J. Saubidet

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CONTRAPORTADA


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I

A veces pienso que he llegado tarde a este mundo que me ha tocado, si yo hubiera nacido hace miles de años habría disfrutado mi anarquía. Porque yo soy anárquico. Aunque comprendo con claridad los controles gubernamentales y a la policía como males necesarios, nunca voy a terminar de aceptar que instituciones poderosas mantenidas con los impuestos limiten mi deambular por el mundo. Sé con claridad que los controles y las leyes son imprescindibles, pero no por ello dejan de incomodarme. Hace seis o siete años, invadió a mi patria una epidemia de ladrones. Siempre hubo ladrones y mi país ostenta, casi con orgullo, un lugar de privilegio en esos aspectos. Pero la dolencia de esos tiempos fue signifi cativa, porque si en la década del noventa muchos de los que se quedaban sin trabajo ponían un kiosco, en el siglo XXI las opciones se acotaron a “cartoneros” y “chorros” De los primeros se han realizado miles de estudios, escrito ensayos diversos y como si fuera poco, cualquier periodista con ansias de “progre” realizaba un programa acerca de ellos viajando en los trenes que cada tarde los llevaban del conurbano hacia La Capital en busca de lo que “tiran los que aún tienen algo que tirar”. Por eso no hablaré de ese grupo y sí del segundo. Los noventas habían dejado un maravilloso nicho económico y en él proliferaron de forma exagerada los ladrones de kioscos, obligando a muchos a cerrar sus ventanas o invertir en gruesas rejas de hierro que signifi caban, muchas veces, medio año de ventas. Conllevando a su vez al veloz enriquecimiento de los herreros que de un día para otro escalaron social y económicamente para transformarse en concejales, intendentes y hasta pastores evangélicos. Con la fortifi cación de los kioscos y puertas y ventanas de todas las casas del país, muchos ladrones vieron limitadas sus andanzas, y tuvieron que dedicarse al ciudadano de a pié o a las entradas de garajes. Pero, estas últimas se llenaron de armas, alarmas y gente previsora; por lo que sólo se atrevían con ellas los ladrones de ofi cio y preparados, o los drogados, que en muchos casos morían ante las férreas defensas de los moradores. Entonces nació el “chorro de a pié”, a veces en bicicleta, vestido con equipo de gimnasia “Adidas imitación”, un rosario colgado al cuello y gorra con visera. Eran (y son) miles, deambulan buscando miradas esquivas y atemorizadas para luego ponerse a caminar a la par de la víctima e increparla con palabras agresivas y promesas de armas escondidas bajo la ropa. El botín suele ser escaso, pero multiplicado por diez o veinte “panchos” por día, logra equiparar y hasta superar muchas veces el sueldo mínimo vital y móvil. Siempre fui un hombre tranquilo, pero no puedo superar la impotencia. Eso sentí las dos veces que fui abordado por esos muchachos trabajadores. Nunca me sacaron mucho y sólo una de las veces vi el arma (quizás inservible), pero el odio que me generaron fue muy fuerte y difícil de superar. En mi barrio había muchos, así que luego del segundo encuentro decidí probar alternativas. Durante un tiempo cargué un cuchillo en la cintura las cuadras que me separaban de la estación de trenes. Era un pequeño “Toledano” con cabo muy parecido al de un revolver, de esa manera, cuando constataba que se me acercaba un posible “caco”, me ponía serio, sacaba pecho, lo miraba fi jo y dejaba asomar el cabo del cuchillo. Todos pasaron de largo y con el tiempo bastó con la actitud, ya ni mostraba el arma. Así y todo, vivir de esa manera no era lo más agradable, y la sangre en mi ojo derecho seguía viva. Quería ir más lejos aún, necesitaba ser asaltado de nuevo para reaccionar de otra manera, pero era peligroso, porque nunca se sabe con quién uno se enfrentará. Una mañana, que me levanté de muy mal humor por el día anterior y por el que me esperaba en el trabajo, salí de casa con la cabeza nublada y puteando por lo bajo. Al pasar por la verdulería y saludar al empleado observé que, a treinta metros, uno de “esos” muchachos venía hacia mí. Me detuve y giré sobre mis pasos, el empleado de lechugas y tomates me miró extrañado. Viré hacia la izquierda, seguro ya de que me seguía. A los pocos metros me introduje en la entrada de una casa. Apenas pasó cerca de mí, me lancé hacia él con un rodillazo en la espalda que lo dejó duro tirado en la vereda. Después lo pateé, especialmente en la cara, salté sobre su espalda. El verdulero miraba desde la esquina sin moverse. No quise mirar la cara del muchacho, él era todos los ladrones de mi barrio y mi furia debía descargarse. Casi no se movía y respiraba agitado, tanteé su cintura y encontré un revólver que metí en el portafolio. Lo cierto es yo que estaba en problemas, si bien había dejado fuera de combate al ladrón, estaba seguro de futuras reprimendas. No iba a matarlo porque no está en mis genes ser asesino, ni iba a entregarlo a la policía porque saldría al día siguiente. Podía dispararle en las piernas y dejarlo paralítico, pero no llegaba tan lejos mi decisión. Esos treinta segundos, arrodillado sobre una espalda desconocida, fueron quizás los más largos de mi vida y la decisión, quizás la más importante. Se me ocurrió y lo dije: –Escuchame, pendejo de mierda, en esta zona, nadie roba a nadie en la calle sin darme la mitad de lo que consigue. Avisale a cada uno de tus colegas que van a quedar como vos ¿Escuchaste bien?– Por las dudas tiré de sus pelos para levantarle la cabeza y darle unas cachetadas. –Sí, sí, perdoname, loco, no sabía que eras vos. –Ahora sabés, éste es mi celular, me llamás hoy a las cinco para seguir hablando, si no me llamás, te busco y te mato. ¿Tenés alguna duda? –No, viejita, todo bien, “somo amigo”, yo soy el Julián. –Ya sé quien sos, y no somos amigos, yo mando y vos haces caso– Y tiré su cabeza contra las baldosas. –Ahora te vas a parar y salir corriendo de acá, no quiero que te metan en cana, si te portás bien, vas a llegar lejos conmigo. Julián se alejó corriendo y noté que un grupo vecinos se me acercaban. El verdulero venía con ellos. Yo ni siquiera me había despeinado. Seguí mi camino en medio de las palabras de aliento de los vecinos, ese momento los detesté por cobardes. Mientras cruzaba la plaza vi a Julián recostado en un banco y a dos muchachos que lo rodeaban. Me paré delante de ellos y me miraron extrañados. –¡Sentate, Julián y ustedes dos también! ¿Me conocen? –Sí, viejita, Julián nos contó. –¡Viejita, las pelotas! Soy Joaquín Sobiles y no valen los sobrenombres– Amagué una cachetada y el de la derecha se atajó asustado. –Está bien, loco, no te calentés. –Por ahora sólo voy a hablar con Julián, él les va a avisar lo que digo. ¿A qué hora me vas a llamar? –A las cinco, ¿me tirás unas monedas para llamarte? –Tomá, si esto funciona vas a tener tu celular. A las cinco. Y me fui, con la mente en blanco y un temblor sofrenado en mis piernas.

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II

La media hora de tren hasta el trabajo fue una revolución de pensamientos. No estaba nervioso a pesar de que debía estarlo, mi cabeza se había lanzado hacia lugares muy diferentes de los que hubiera ido en otro momento y las soluciones que rondaban mis pensamientos descartaban la huída como posible solución. ¿Adónde iba a ir? Mi vida no era ningún lujo, alquilaba un departamento en los suburbios que compartía con mi mujer; mi trabajo era interesante pero mal pago y mi jefe decididamente estaba loco y me estaba enloqueciendo. Algunos jefes tienen esa costumbre, al compartir con ellos tantas horas, se convencen de que son importantes en tu vida y, lo más difícil de manejar, es que ellos suponen que es recíproco, siendo que uno sólo aprecia de ellos los pocos o muchos pesos que se desprenden de su mano a fi n (o principio) de cada mes. Pero ese juego me afectaba de alguna manera y, en ocasiones, llegaba a pensar que debía fi delidad a ese “hijo de una gran puta” que, no sólo me explotaba, sino que me quería hacer creer que trabajar con él era lo mejor que podía pasarme. Esa mañana llegué media hora tarde, lo hice a propósito, y tampoco llamé para avisar que estaba en camino como solía hacer cuando me retrasaba. Porque llegar tarde era terrible para mi jefe, mas no lo era quedarse después del horario preestablecido. Traspasé sonriente las puertas de vidrio y una de las recepcionistas con los ojos salidos de sus órbitas me recibió sin saludarme siquiera. –¡Llamalo ya a Roberto! ¡Preguntó por vos seis veces en media hora! –Buen día, Romina, se supone que yo debería estar nervioso, no vos. –¡Pero está insoportable! –Siempre es así, no te preocupes por mí, yo me cuido solo. Caminé hacia el baño y me tomé mi tiempo, después pasé por la cocina y aproveché para conversar un poco con un compañero y tomarme unos mates. Romina ya había avisado al jefe sobre mi llegada y éste, me llamaba con insistencia a la cocina. A la tercera llamada levanté el tubo y dije “ya voy” antes de cortar. Me lo imaginaba al petiso, con su traje color ladrillo, su camisa siempre arrugada y alguna de sus corbatas horribles. Me tomé un mate más y subí la escalera envuelto en una paz desconocida. Hoy va a ser al revés, pensaba, yo estoy en falta, pero él será el culpable. Antes de tocar su puerta, fui a mi ofi cina a dejar el portafolios, en ese momento recordé el revolver que contenía. A paso tranquilo llegué a su puerta. Toqué. –¡Vos te pensás qué esto es joda! ¡Que yo no tengo “lo qué hacer” y que tengo que depender de tu hora de llegada! ¡Me hiciste perder media mañana! –Tranquilo, Roberto, te va a hacer mal ponerte tan nervioso, ¿Te acordás cuantas horas después me fui ayer? –¡Pero, si yo no te autorizo, no podés llegar a la hora qué quieras! –¿Querés qué me vaya, espere que te calmes, y vuelva? Yo también tengo bastante que hacer, y perder tiempo, en mi caso, nos perjudica a los dos– Yo hablaba con un tono apacible que ponía más nervioso aún al jefe. –Yo decido qué hacer y qué perjudica a quien, yo manejo mi vida y esta empresa, quedate acá y explicame porqué llegaste tarde. –La verdad, Roberto, hoy he decidido no explicarte absolutamente nada de mi vida puertas afuera de esta empresa, así que te vas a quedar con las ganas. –¡Te voy a descontar del sueldo la hora de hoy! –Encantado, pero sumale, más o menos quince “horas extras” este mes. –Vos sabés que eso te lo reconozco de muchas otras maneras. –A partir de hoy, el único reconocimiento que voy a aceptar es “cash”, no me interesa ningún otro. –¡Te volviste loco! ¡Así no podemos trabajar! –Si me estás despidiendo empezá a hacer las cuentas, si no, mantente silente y dejame trabajar, ¿o no sabés que mañana vienen doscientas personas a cobrar por su trabajo? –¡A mí, vos no me callás! ¡Te quedás acá hasta que aclaremos este problema! –Yo no tengo ningún problema, ni quiero aclarar nada, te aviso que a las cinco me voy y si no terminé, mañana no cobra nadie. –¡Yo no puedo trabajar así! –Yo tampoco, para eso tengo mi ofi cina, mi computadora y mi teléfono. Eso sí, decidí rápido, porque si me vas a despedir, me voy ahora. –¡Te volviste totalmente loco!– Los ojos de mi jefe estaban rojos de furia, pero no podía siquiera moverse del sillón. Dentro de su pequeñez física se sentía poderoso conmigo, yo dependía del sueldo que él me pagaba y hacía siete años que era su mano derecha. Entonces me senté y cruce mis piernas sin dejar de mirarlo un segundo. La cara se le enrojecía y los puños apretados golpeaban contra su escritorio. Yo no hablaba, con la sonrisa misma desde mi entrada, acataba su decisión de no ir a trabajar. Él no sabía que decir, se sentía acorralado sin su retórica. Yo seguía sentado. Pasaron diez minutos hasta que sonó el teléfono, era mi mujer, me la pasó con el manos libres. –Hola, linda, qué sorpresa. –Hola, ¿Cómo va tu mañana? –Mirá, hasta ahora no he podido hacer nada, porque Roberto me tiene en su ofi cina empecinado en una disculpa que no pienso pedirle. Igual me preocupa Roberto, porque lo veo muy colorado. –¡Uy!, capaz vas a tener que llamar a una ambulancia. –No es para tanto– Dijo Roberto. –Lo que pasa, es que tu marido llegó tarde y no me explica por que. –Pero, Joaquín, ¿te pasó algo? –Sí, después te cuento, pero todo bien, no te preocupes. –Bueno, un beso mi amor. Chau, Roberto, cuidado con la presión– La risa de mi mujer puso histérico a mi jefe, que cortó el teléfono con bronca. –¿No vas a hablar? –No tengo nada para decirte, Roberto, siento que estoy sentado acá, totalmente al pedo. –Andá, pero esto no termina acá. –Debería terminar acá, yo no voy a seguir así, si me vas a echar decidilo ahora, porque no quiero trabajar al pedo. –No, no te voy a despedir, pero no quiero más estas actitudes. –Yo tampoco, jefe, necesitás cambiar muchas cosas. –¡Vos sos el que está mal! –No te confundas, a partir de hoy yo voy a estar bien, con o sin este trabajo, pero las cosas van a ser diferentes, ya tengo treinta años y es hora de hacerme valer un poco. –¡Yo no voy a cambiar mi forma de trabajo! –Deberías. Ojo, el trabajo está bien, lo malo es la forma. –Es así y no va a cambiar, siempre trabajé de esta manera. –Roberto, cuando te hablo, hablo en serio, yo no te aguanto más: sos un histérico, gritón, soberbio, jodido; y para colmo te vestís mal y te ponés camisas arrugadas. Obviando lo de la ropa, que al fi n de cuentas te perjudica sólo a vos, no voy a soportar ninguna de las otras actitudes. –Entonces, no podemos seguir trabajando. –Listo, llamá al contador para que haga las cuentas. –Pero me vas a dejar plantado así, te tengo que reemplazar, son siete años. –Es tu decisión, no la mía, yo no puedo (ni quiero) hacer nada. –Mejor si te quedás, después veremos si puedo controlarme. Lo de la ropa me dolió. –¡En los ojos duele!, si querés te puedo asesorar un poco. Y planchá las camisas. –¡Andá a trabajar! –No me llames hasta las tres de la tarde, ya me interrumpiste mucho por hoy, en un rato te mando el listado de los llamados que tendrías que hacer.

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III

Caminé sobre el aire los pasos hasta mi ofi cina, me sentía demasiado bien. Romina estaba sacando unas fotocopias y me miró preocupada. Mi sonrisa la tranquilizó y se fue después de preguntarme qué quería almorzar. Trabajé sin pausa hasta las dos, hora en que imprimí los doscientos cheques y me dispuse a almorzar un sándwich de milanesa en el patio mientras revisaba el revolver. Parecía estar en buen estado, incluso tenía seis balas. Pensé que si tenía las balas era porque andaba, así que lo guardé poniéndole antes el seguro, o lo que yo suponía que era el seguro ya que las armas nunca me habían gustado. De curioso, entré a Internet e investigué sobre calibres y pistolas. A las tres menos cuarto llamó Roberto: –¿Ya puedo fi rmar esos cheques? –Te dije a las tres, quizás un poquito más. –Pero, yo me tengo que ir a una reunión. –Ya te expliqué que cuando vas a ver a un amigo no se le dice “reunión”, aparte es culpa tuya, me hiciste perder una hora. –…. Mi jefe cortó el teléfono, sabía que era conveniente morderse la lengua en ese caso. Yo seguí con Internet y llamando por teléfono hasta las tres y media, cuando decidí llevarle los cheques para fi rmar. En toda la tarde no pude pensar en qué hacer con Julián cuando me llamara, traté, pero nada me venía a la mente. A las cinco menos diez sonó mi celular, era él, sólo dije: –Te dije a las cinco– y corté. Diez minutos después volvió a llamar. –¿Cómo va tu día? –Bien, Joaquín, junté casi doscientos pesos, ¡Y sin el caño! –Viste, vamos a andar bien vos y yo, por ser hoy, te podés quedar con ciento cincuenta, esperame a las seis y media en la placita. –Listo, nos vemo ahí. Unos minutos antes de las cinco me fui sin saludar, compré un par de Heinekens en un kiosco y marché hacia mi casa. A las seis me senté a leer el diario en un banco de la plaza hasta que apareció Julián. –¿Te duele algo? –Un poco nomás, desde los trece, que mi papá se fue, que no me pegaban tanto, tomá los cincuenta. –Tomá una cerveza, sentate. ¿Vivís en la villa? –Más vale. –¿Quién es el dueño del bar? –Hay dos, aunque uno es más “despensita”, el que nos juntamos a la noche es de Cholito Márquez. –¿Es del palo? –Es un groso el chabón, carga con cuatro, dice, pero está re tranquilo ahora, dice que conoció a Jesús. –Traelo acá mañana a esta hora, tengo que hablar con él de “negocios”, decile. ¿De dónde sacaste este caño? –Se lo compré al Cholito, anda bien, viste. –Así parece, cuando te tenga confi anza te lo devuelvo. ¿Dónde andan los otro dos de esta mañana? ¿Son buenos pibes? –El “Pichu”, el coloradito, es un pan de Dios, casi nos criamos juntos. El “Juaco” vino hace poco a la villa, pero labura bien con la “punta”. –Anda a preguntarles cuánto hicieron hoy. Seguí leyendo el diario, a los cinco minutos volvió Julián con sesenta y cinco pesos. –¿Fue un mal día? –Lo que pasó es que al Pichu lo agarró la “yuta” y le sacaron todo. Es verdad, tipo a las tres, en la vía y 9 de julio. –¿Quién lo agarró? –El “forro” de Jiménez, vive pegado a la villa, ¿lo conocés? –¿Uno de bigotes, medio gordo?– Lo conocía de mis andanzas por el concejo deliberante, el tipo muchas veces hacía guardia y conversábamos. –Ese, es un hijo de puta, nos deja laburar pero a veces quiere una parte. –Ya lo vamos a acomodar. –¡Que grande, Joaquín! –Quiero que mañana cambies de zona, necesito que no te vean por el barrio en una semana, llamalo al coloradito. –¿Vos sos Pichu? –Sí viejita, “el Pichu” –Nada de “viejita” conmigo o te cago a trompadas. A vos te quiero por la costa, cubrime diez cuadras entre la avenida y el arroyo. Pero laburá hasta las doce, conseguite un bolsito lindo y afeitate bien, tenés que dar aspecto de limpio. –Está bien, igual a la tarde tengo que ir a laburar con mi tío. –¿Carpintero? –Sí, tenemos que entregar unas sillas. –Por ahora vas a hablar con Julián, yo no te conozco ni vos me conocés. Chau, humo. –¿Y el otro? –Averiguame bien qué tal es y mañana vemos si nos sirve o no. Mañana a esta hora te quiero acá con Cholito. Llamame cualquier cosa, tengo un día complicado. Chau.

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IV

Crucé la plaza al cejo, en la esquina había un grupito de muchachos tomando cerveza. En otro momento habría cambiado de vereda, pero no tenía ganas ese día. Me senté en un banco y los miré, ninguno llegaba a los veinte años, hablaban mal, con la mandíbula hacia fuera y la lengua contra el paladar. Me miraron feo, saqué un cigarrillo y les pedí fuego. Uno me tiró el encendedor y se lo devolví con fuerza a la altura de la cara. –¡Pásamelo bien o metételo en el orto!– Le dije. Se me acercaron los tres medio furiosos y haciendo ademanes. Saqué el revolver y lo apoyé sobre el portafolios. –Todo bien, “vieja”, tranquilo. Guardé el arma en el bolsillo interno de mi saco. –Estoy buscando “boluditos” para llenar de agujeros. Ustedes parecen medio boluditos. –Ni ahí, “nosotro” nos la “bancamo” Somos del palo. De la barra. –¿Conocen al Julián? –Sí, laburamos juntos a veces. –Mañana veremos qué hago con ustedes, ¿Cómo se llaman? –Pepo, Roque y Guillermo. ¿Vos sos Joaquín? –Sí, ¿me da alguno fuego, carajo? –Tomá loco, lo hice hoy, ¿está lindo viste? Te lo regalo. –Gracias, mañana nos vemos. A las siete y cuarto estaba en casa, me sentía raro aunque tranquilo, tenía ciento quince pesos extra en el bolsillo. Cuando llegó mi mujer la invité a comer a un bonito restaurante del barrio. En cuanto estacioné, el cuidacoches se me acercó con el famoso “¿se lo cuido, maestro?” –Mirá, pendejo, si no me lo cuidas bien, te vas a tener que cuidar vos y después alguien te va a cuidar en el hospital. ¿Está claro? –¿Estás “neuroasténico”? Ojo cómo me hablás, loco. Me le acerqué hasta quedar cara con cara, mi mujer estaba asustada pero la calmé con un gesto. –Mucho cuidado, pendejo. A Joaquín Sobiles, no le dicen “neurasténico”, ¿clarito?– En ese momento mi rodilla se incrustó en sus testículos. –Todo bien, perdoná, no te conocí– El jovencito quedó sentado junto a mi auto y nosotros entramos a comer. Le conté los hechos a mi mujer que me miraba con asombro, el tema la asustaba. – ¿Qué pensás hacer? –Ni idea, mi amor, lo que me preocupa es mi falta de preocupación. ¿No te parece qué debería estar asustado? Ni un poco, nada de miedo, creo que rompí una barrera. –Lo de Roberto está bien, al fi n de cuentas es un huevón, pero la otra gente me suena peligrosa. –Puede ser, pero no me asusta. Al fi n de cuentas son muchachos sin futuro, si les muestro una señal, capaz que hasta me agarran cariño. –¿Qué señal les vas a mostrar? –Ni idea, pero ya se me va a ocurrir. Mañana me junto con un tipo que tiene un bar en la villa, si lo conquisto a él tengo la mitad del camino asegurado. –¿Te das cuenta que hoy fuiste tan chorro cómo ellos? –Depende del cristal con que se mire, creo que los muchachos van a ser buena gente algún día, mientras tanto, tienen que comer. –Me da miedo, Joaquín. Mirá si te pasa algo. –Puede ser, pero hoy hice un clic, nadie más va a hincharme las bolas. Ni mi jefe, ni los chorros, ni la cana, nadie. –¿Y tu trabajo? –Veremos que pasa, perdí totalmente el miedo a ser despedido. Hoy quedó demostrado que hago falta ahí; si yo hubiera sido el jefe, me habría echado. Pero no me echó y tal vez sea bueno seguir un tiempo con el “soretito”. –Por ese lado me alegro. Un tema llevó al otro y la comida estuvo sabrosa. Cuando salimos el cuidacoches no estaba. Ya en casa, me acosté y dormí como un lirón.

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V

Las situaciones vividas, al ser contadas, suelen hacernos tomar el papel de héroe o antihéroe, yo no quiero eso. No me arrepiento de haber tomado las decisiones poco pensadas que tomé, no, no puedo decir que me arrepienta. No considero haberme transformado en más malo ni que la moral me atormentara en algún momento, sólo puedo asegurar que, a partir de esa mañana, fui menos infeliz. No quiero convertirme en un “PowerPoint” reenviado por señora al pedo, pero el ochenta porciento de esas “bostas” dicen que hay que hacer lo que uno quiere y que las metas son imprescindibles para ser feliz. ¿Qué metas tenía yo antes de esa mañana? ¡Pedorras!: Ganar más plata en mi trabajo, vivir tranquilo, comprarme una casa, quizás tener hijos, fumarme un porro con amigos de vez en cuando o escaparme una vez al año por quince días a un lugar lindo. Pero la única verdad, de la que ya no reniego, es que nada me pone más contento y activo, que decidir las acciones de otras personas. Algunos llaman a esto “sed de poder” y lo consideran negativo, yo creo que depende del poder que uno quiera manejar y la exposición que este poder implique. En mi trabajo tenía poder, al fi n de cuentas, como mano derecha del dueño de la empresa decidía sobre más de doscientas personas, pero, mis decisiones se supeditaban a una mayor, que solía salir de un petiso con camisa arrugada. Ese poder no me servía, me “cagaba” en esas doscientas almas y sólo quería, inconscientemente, tener poder sobre el jefe. También es cierto que muchas veces el poder no se mide por las personas a las que uno maneja. Yo había comprobado que una sensación muy gratifi cante era sentir que nadie tuviera poder sobre mí. ¿Tenía yo poder sobre mi jefe ahora que él había perdido el poder sobre mí? ¿Tenía poder sobre los “chorros” ahora que les había perdido el miedo? ¿Tenía poder sobre mis actos considerando que no era capaz de pergeñar un plan a futuro? Creo que en pequeñas dosis, iba ganando un poquito. Y había perdido muchos temores. Llegué al trabajo con quince minutos de retraso, había decidido no ponerme traje solamente para molestar a Roberto justo el día de pago, el de mayor exposición empresarial. No pasé a saludarlo como cada mañana, sólo entré a mi ofi cina, me senté y puse el revólver en el cajón del escritorio, junto a la agenda. En poco más de media hora empezarían a llegar los empleados a cobrar por los servicios prestados. Roberto apareció mientras hablaba por teléfono con mi hermano, con un gesto le pedí que esperara, debió morderse la lengua, peor aún al descubrir por mis comentarios, que mi comunicación no era laboral. –Buen día, Roberto. –Estuve pensando sobre tu actitud de ayer, no le encontré la vuelta, yo sigo siendo el jefe y vos obedecés lo que yo digo. –No hay dudas de eso, no quiero tu puesto ni nada parecido, lo único que necesito, es que no me rompas las bolas, no lo voy a aguantar más. –Yo no te jodo, sólo necesito que trabajes a mi manera. –Creo que trabajo bien, incluso casi no necesito tu presencia en mi función acá. ¿Por qué no te vas de viaje? –Si yo no estoy, se viene todo abajo. –No quiero ni voy a discutir. ¿Qué te hace falta? –Saber todo de cómo viene el día de hoy. ¿Está la plata en el banco? –Por supuesto, incluso podes sacar tres mil sin que eso afecte a las cuentas, si querés “tirame” un poco, quinientos está bien, por mi destreza con los números. –No te hagas el gracioso. –Alguna vez podrías reconocer mis servicios. –Nunca dejé de pagarte. –Bueno, ok, ¿algo más? –Muchas cosas, pero mejor me voy a trabajar, ayer conseguí dos contratos nuevos. –¿Con la “info” que te conseguí? –Y con mis cuerdas vocales. –Entonces dame la mitad. –Estás gracioso hoy, pensás en plata nada más. –¿Hay algo más que plata en los negocios? –Me voy, al mediodía ¿vamos a comer? –Si vos pagás y yo elijo el lugar. –Ya veremos. En dos horas ya había pagado a la mitad de la gente, la tarde se vislumbraba tranquila. Mientras almorzaba con mi jefe en un restaurante, Julián me llamó para confi rmar la reunión con Cholito, según lo planeado. –¿En qué andás? –Del laburo para afuera, nada que quiera contarte. –La verdad, Joaquín, es que me preocupa como estás desde ayer, ¿te pasó algo? –¡Otra vez! “Me hinché las pelotas”, sólo eso. –Mirá que a mí me puede pasar lo mismo. –La diferencia es que a mí no me importa, si te “hinchás las bolas” o te sentís incómodo conmigo: llamá al contador y todo arreglado. Yo no voy a desatender el trabajo, no te preocupes. –Pero a mí no me sirve si no estás al pie del cañón para todo. –Si algo me sobra, es el sentido común para saber cuando algo es importante o no, cuando no lo sea, no cuentes conmigo. –¿Y cómo vas a saber lo que para mí sí es importante? –Después de siete años creo que te conozco. –Llamá al mozo para que nos cobre. –Llamalo vos, yo todavía estoy comiendo.

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VI

Cholito Márquez era un morocho alto y fl aco. Rondaría los cincuenta, aunque los disimulaba con un corte de pelo “setentoso” que resaltaba su nariz sobredimensionada. Cuando reía se apreciaban sus muelas de lata, incluso una de sus paletas superiores era dorada, lo que contrastaba con el plateado molar. Usaba una “chiva” de cinco centímetros en su pera y se notaba que su genética india lo había desprovisto de barba completa y tupida. Hablaba pausado aunque no con corrección, sin embargo, usaba términos rebuscados en su discurso. Incluso parecía sumiso, pero yo sabía que no lo era. –Julián me contó que querías verme, ¿se trata de algún negocio? –De algo que puede llegar a ser un negocio. Mirá, Cholito, necesito tu bar para reunirme con los muchachos, puedo comprarte una parte o pagarte un alquiler. –No habría difi cultad, tengo un galponcito atrás que a veces alquilo. –Entenderás que vas a perder algunos clientes si nos instalamos ahí, pero lo vas a compensar con otros ingresos. –No te preocupes, en el barrio todos me conocen, saben que en mi bar no pasa nada si yo no lo autorizo. –Eso es bueno, entiendo que todos te respetan, pero una vez que empecemos, puede venir cierta gente, incómoda con nosotros. –¿De otros barrios, decís? –O de la villa misma, calculá que no vamos a tener a todos contentos. –Ni Jesús ha logrado ese cometido, la raza humana es insatisfecha por naturaleza. –Pero la insatisfacción lleva al progreso, Cholito. No estamos conformes, entonces cambiamos, y esos cambios benefi cian a unos y perjudican a otros. La charla se desvirtuó en fi losofía de bar, hasta que a las siete me despedí con un abrazo y un beso de mi nuevo amigo. Era jueves, por lo que convení con Julián la primera reunión para el sábado a las cinco de la tarde, en el bar. Él se encargaría de juntar a los muchachos, por el momento eran seis, contando a los tres del incidente del encendedor. Julián había aceptado el papel de recaudador, y antes de irme me entregó doscientos veintiocho pesos. Era día de cena con mis suegros, pero necesitaba ver a mis amigos, por lo que llevé a mi mujer hasta la casa de sus padres y encaré, solo, para el centro. Julián y Juaco me esperaba en la entrada de la villa, entramos en el auto, a paso de hombre entre las calles angostas y las casas de chapas, cartones y con cubiertas de autos en los techos. Los chiquitos corrían a la par de nosotros mientras sus madres les gritaban desde todos lados. Diez minutos después llegamos al bar de Cholito. Salió a saludarme y me indicó que estacionara el auto detrás del bar. La construcción del local era fi rme, de buenos ladrillos y techo de zinc nuevo. En el medio, una mesa de billar roída y cuatro tacos de dudosa calidad. La barra del bar, también de ladrillo, alojaba la “chopera”, con su canilla y el cajón lleno de vasos a su lado. La concurrencia tomaba cerveza en su mayoría, solamente los más viejos lucían en sus mesas cajas de vino y sifones de soda. Al fondo de la calle aprecié una cruz y supuse que alguna iglesia evangélica estaba ahí instalada. Parroquia, seguro no había, mejor así, pensé, no era bueno que los curas anduviesen cerca. El galponcito distaba de parecer una ofi cina, pero podía arreglarse con poco. Entré, y tras de mí Julián, Juaco y el Pichu. –Los otros tres deben estar por llegar, el partido terminaba a las cuatro. No tenía plan alguno, en las caras de los muchachos reconocía una esperanza, sólo debía descubrir de qué tipo, para encaminar mi discurso hacia allí. Para empezar: nada de consejos “deben sentir que hacen bien lo que hacen” “Tengo que trabajar el sentido de pertenencia” Julián trajo una “Quilmes” que liquidamos en pocos minutos, luego vinieron dos más. A las seis llegaron los que faltaban y empecé la reunión. El público dejaba un poco que desear, pero era lo que había. Lo cierto, es que no entendía por qué me respetaban, yo no contaba con un plan para ellos (ni siquiera para mí) así que debí improvisar un discurso que sonó a charla de kiosco pero con categoría de organización criminal. ¿Qué sabía yo del tema? Poco, Hollywood me había asesorado con películas, quizás haber leído algo de Puzzo o los cuentos de un amigo abogado penal. Tenía a favor mi capacidad a la hora de la empatía, el haberme criado junto a gente de ese nivel sociocultural y, lo más importante, mi tendencia a lo abyecto, pero organizado. –El tema en cuestión, muchachos, es que puedan laburar tranquilos. Porque esto de ser “pungas” puede ser interesante un tiempito, pero se van a cansar cuando comprueben que nunca van a ser ricos. Y lo peor de todo es que van a ser pobres y con la fama de “chorros baratos”. Porque hay gente pobre, pero zafan de la infelicidad con la excusa de su honradez. Yo quiero conmigo gente “del palo” pero con un poco más que lo común. ¿Qué es un poco más? Un poco más que los destaque del resto. A ver, vos Julián, decime qué sabés hacer bien. –Yo dibujo “joya”, te copio lo que sea. –¿Dónde aprendiste? –Fui hasta segundo año de la técnica. –¿Y vos Juaco? –Yo corro muy fuerte, y salto alto. Ah, juego a la pelota bien. –¿Alguna vez estuviste en un club? –En séptimo grado, en Bahía Blanca, era titular en Defensores del Sur, después nos vinimo acá y nunca tuvimo plata para entrar a otro club. Pero juego con los muchachos. –Pepo, ¿vos? –Toco el bajo a veces, pero no tengo bajo. También peleo bien. –¿boxeas? –No, loco, con patadas, medio sucio me gusta a mí. –¿Onda chino? –Onda villa, nadie me puede por el barrio, y en la barra, yo voy adelante. –¿Sos calentón? –¡No!, soy re “tranqui” yo, si cuando peleo me río y todo. –¿Pichu? –Mi tío dice que no sé ni atarme los cordones, pero me llama para trabajar siempre, o sea que capaz que sirvo para eso. Tengo fuerza, loco, mirá mis brazos. –¿Hacés pesas? –No, ¡mira si voy a ir a un gimnasio!, me cuelgo de la barra y le doy y le doy, aparte me gusta trepar, a todo trepo, árboles, puentes, techos. –Guillermo. –Yo peleo bien, también, no se quien gana si peleo con Pepo. –¿Alguna otra cosa? –Leo de corrido, y tengo mucha memoria, me acuerdo de todo. –¿Todo, todo? –De todo, miro un auto de atrás y me acuerdo la patente. –Faltás vos, Roque. –Yo peleo bien, por algo voy al frente en la barra. Además, soy lindo. –¿Quién te dijo? –Todas las minitas, siempre me dicen que soy lindo.

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VII

Los muchachos se rieron, pero afi rmaban que Roque “levantaba” como ninguno de ellos. Yo lo veía normal, incluso medio aindiado, pero quizás fuera eso lo que atraía. La reunión marchaba bien, incluso mandé a buscar varias cervezas para amenizarla, lo que no tenía bien claro, era qué les podía ofrecer. –Les cuento algo, hace un tiempo quise armar una sociedad con unos muchachos, la idea era la misma que ahora, pero falló en una sola cosa. Los pibes eran un poco “caretas”, tenían “huevos”, pero cada tanto les agarraba el “cagazo”. Hicimos algunos laburos que salieron bien, pero los “pelotudos” se querían hacer ricos en tres meses. Esto es una cuestión de tiempo, ustedes van a seguir “empujando” por la calle, por ahora. Pero tranquilos, jamás tienen que lastimar a los “panchos”. Eso sí, si se cruzan con algún “colega” me lo cagan bien a trompadas, o me avisan y voy yo y lo reviento. Vamos a dejar un par de horas del día libres, nadie puede afanar entre la una y las tres de la tarde. No es joda, esas dos horas nos van a abrir muchas puertas. Vamos a aceptar nuevos integrantes, pero los van a traer ustedes, y cada uno va a responder por ellos. Si les sacan la mitad de lo que hagan, yo quiero la mitad de la mitad. Le aviso que la guita recaudada no es para darme lujos, es para fi nanciar los proyectos que tengo en la cabeza. ¿Van entendiendo? Los muchachos asistieron, por sus caras supe que tenían muchas dudas pero no sabían cuales eran. –Mi contacto va a ser Julián, a él le van a entregar todo y él se va a reunir conmigo todas las tardecitas. –¿Y qué nos cambia a nosotros? –Muchísimo, Guillermo, cualquier problema que tengan (hasta con la cana), se va a resolver de la mejor manera. Si hay que hacer un aguante, vamos a ir los siete; y lo mejor de todo, es que en un año, si tenés ganas, vas a dejar la calle para dedicarte a otra cosa. –¿Qué otra cosa voy a hacer? –Mandar, manejar gente, vivir afuera de la villa, no hay techo. –¡Está bueno! Pero la mitad es mucho para darte. –Mirá, Guillermo, y esto va para todos. Yo sé que nunca me van a dar la mitad, así que no me lloren por ese lado, cuando tengan su gente tienen que saberlo, hasta el mejor amigo, si hay guita de por medio, los va a querer cagar. –¡La tenés clara! –Yo conozco un poco de todo, pero sobre todo, me doy cuenta cuando me están cagando. Los domingos no se labura, es para juntarse con amigos, echarse unos buenos polvos, jugar al “fulbo” Pero no para laburar. –Pero es el mejor día, las plazas, el shopping. –El que quiera laburar el domingo, que labure, pero por afuera del grupo. Nada de lo que pase el domingo me importa, ni voy a mover un dedo por nadie ese día. Seguimos un rato conversando, ya era de noche, en un plano de la ciudad, organizamos las zonas de cada uno, iban a ser rotativas, nunca debían repetir en la semana. Mentiría si dijera que los convencí, Julián, quizás por su lugar de privilegio, era el más entusiasmado, el resto estaba probando. Pero tenían dudas y eso era bueno. Al menos no descartaban la posibilidad de que yo fuera quien decía ser. Podía ser un “mentiroso”, sin embargo ese sábado, me dieron la oportunidad de demostrarles lo contrario. El domingo fue de asado y familia. Una vez más todo se fue retrasando y almorzamos a las cuatro, al menos la carne estaba rica. Después del postre, quedamos solos con mi suegro, lo notaba intranquilo, pero no quise ayudarlo a decirme lo qué quería. –¿Cómo va el trabajo, Joaquín? –Una bosta, pero mucho mejor que hace una semana. –¿Qué pasó? –Me tiraron unos “extras”, y son unos buenos mangos. –Me alegro por ustedes. ¿En qué andás, fuera del trabajo, digo? Me reí, y le molestó. Sin duda, alguno de sus amigos del barrio le había comentado algo sobre mis compañías. –¿Qué te han contado, suegro? –Me dijeron que te vieron un par de veces con gente medio jodida. También que le pegaste a un chorro. –¡Mirá cómo corren las noticias! Lo de la paliza al chorro es cierto. Lo de la gente jodida, no es tan así. Estoy haciendo un trabajo periodístico con los muchachos de la villa. –¿Periodístico? ¿Desde cuándo? –Desde hace tiempo. Es un proyecto que puede salir bueno. Cagar a trompadas al chorro, y dejarlo escapar, me acercó a varios y estoy haciendo reportajes. ¡Hasta pude entrar a la villa! –Tené cuidado, nunca se sabe con quién uno se mete. –Ni quienes son amigos, con quién te casás en realidad, ¿a quién creerle? Nada sabemos con certeza, suegro. Eso es lo interesante de la vida. –No me parece bueno para vos correr riesgos al pedo. –No te preocupes, ando bien y contento. Quién te dice que en breve tengas un nieto para malcriar. –No me ilusiones al pedo. –Si todo sale como pienso, quizás sea cierto. La charla se cortó con la llegada de mi mujer y su madre, al rato me fui a dormir la siesta. Esperaba el miedo, sabía que podía asirme en cualquier momento. Me asustaba la posibilidad de asustarme, pero no pasaba, mi cabeza era un mar sereno donde reposaban algunas ideas sobre el futuro, aunque sin orden ni apuro. Incluso dormí bien y me desperté mejor aún.

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XVIII

Crucé la plaza de la estación y lo vi a Roque, sentado, fumando quién sabe qué cosa. De lejos era un lindo pibe. No me acerqué, le hice una seña desde lejos y él bajó la cabeza afi rmando. Todo estaba en orden. Tomé el tren. Antes de que llegara a destino Julián me llamó. Se presentaba el primer problema. El Juaco había ido a la zona asignada y tres “colegas” lo “apuraron” para que se fuera. Sin dudarlo bajé del tren y volví sobre mis pasos. En la estación me esperaban cuatro de los seis. Llamé a Julián aparte. –¿Qué “onda” con los colegas? –El Juaco no los conoce, deben ser de otro barrio. ¿Vamos? –Mandá conmigo a Pepo y Juaco. Vos y Guillermo vayan por la avenida y doblen por la cortada. Nosotros encaramos y si hace falta ustedes ayudan. –Listo, ¿Tenés el caño? –Sí, pero no lo voy a usar. Vayan, que nosotros ya vamos. Pepo estaba ansioso, no solamente quería pelear, quería también tantear mis habilidades. Si bien hacía mucho que no peleaba (sin contar a Julián), alguna vez supe defenderme. Nunca me enceguecí y ese era mi problema. Ahora, de mi forma de actuar dependía todo. Por suerte estaba tranquilo. Los vimos sentados en la tapia de una construcción abandonada. Tomaban un vino en caja y se reían y visteaban con las gorras. Me acerqué solo, mi ropa era buena, pantalón de vestir, camisa gris y zapatos náuticos, eso los descolocó de entrada. Me paré delante de ellos, la calle estaba desierta. –Muchachos, tengo un problema y ustedes pueden solucionarlo. –¡Yo a vo no te conozco, volá de acá! –Ese es tu problema, rubio, no conocerme. Uno de mis muchachos se encontró con ustedes hace un rato, y no lo trataron bien. El rubio saltó del tapial con agilidad de gato y se me “vino al humo”. Debo aceptar que me tensioné, pero no perdí la calma, lo miré fi jo. –¿Cómo te llamás vos, rubio? –¡Qué mierda te importa, pescado, rajá de acá antes que te mate! –No creo que muera nadie hoy, pero yo, seguro que no. Me tiró una trompada de costado que pude atajar, sin dudarlo le incrusté la rodilla en los huevos y en cuanto se agachó, un segundo rodillazo se clavó en su nariz. Era una buena técnica, aparte no conocía muchas otras. Por las dudas le pateé el estómago mientras los otros dos saltaban en defensa del socio. Antes de que el primero se me acercara, una trompada de Pepo lo noqueó. Llegó corriendo, temiendo quedarse sin alguien a quien pegar. Juaco tenía agarrado al tercero, el más chico de los tres. Le torcía el brazo sobre la espalda y el muchacho chillaba de dolor. Julián y Guillermo llegaron corriendo y entre los cinco metimos a los tres entre los escombros. –Muy bien, muchachos. Ahora me tengo que ir. ¿Qué van a hacer con estos tres? –¿Les cortamos un dedo del pie? –No, si quieren, péguenles un poco más, pero no los corten. –Pero está bueno marcarlos, no van a joder más. –Pensá a futuro, Guillermo, si les cortás un dedo, a cada uno que “fajemos” le vamos a tener que hacer lo mismo, vamos a tener una colección de dedos. ¿Y sabés qué? Un día se van a juntar todos los “sin dedo” y nos van a reventar. –Tené razón, mejor los “cagamo bien a palos” y listo. –Perfecto. Ah, Julián, fi jate si lo podés reclutar al rubio, me gustó su actitud. El rubio se llamaba Martín y vivía fuera de la villa, los otros también, pero sólo el rubio parecía valer la pena. Me tomé el tren y llegué al trabajo tarde, no di explicaciones y me puse a trabajar despacio, como todos los lunes. Había vivido una situación muy violenta y sin embargo mis nervios seguían inmutables. Hasta la había disfrutado.

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IX

Al mediodía llamó Julián, todo estaba en orden. Me pasó el teléfono de Martín, el rubio. Se había negado a hablar con otro que no fuera yo, decidí llamarlo mas tarde. No había mucho para hacer en la ofi cina, ni siquiera llamados, así que salí a dar una vuelta. Decidí almorzar en un Buger King cercano para tratar de organizar un poco mi semana. A diferencia de los Mc Donalds, estos restoranes tienen una atmósfera que invita a la meditación, incluso la comida me cae un poco mejor. Con mi bandeja, me senté en un rincón alejado y traté de establecer mis ideas. El golpe de efecto mañanero daría sus frutos, sin embargo necesitaba más demostraciones para ganar la absoluta confi anza, y era probable que eso nunca sucediera. Hice algunas anotaciones, comí y caminé hasta el centro comercial para hacer unas compras. Dos horas más tarde volví a la ofi cina y trabajé hasta un poco antes de las cinco. –¿Cómo fue el día, Julián? –Bien, tomá. –¿No hubo problemas? –No, anduvimos tranquilos, ni siquiera Jiménez hinchó los huevos. A Roque casi lo levanta un patrullero, pero se escondió a tiempo. –Esperame acá diez minutos, ya vengo. Sin entrar a casa, saqué el auto y volví a la plaza a buscar a Julián. Juaco y Pichu subieron atrás. En un semáforo, desde un Renault 18 azul, escuché que alguien me llamaba. Jiménez iba al volante. –Joaquín, ¿Qué sos ahora? ¿Recolector de basura? –¿Qué hacés, Jiménez? son buenos muchachos, estoy haciendo un laburito para la radio y ellos me están ayudando. –Tené cuidado, Joaquín, los conozco bien y no hacen nada gratis. –¿Vos laburás gratis? Decime quién hace cosas gratis que voy a buscarlo. –¿Tomamos un “birra” mañana? –Dale, ¿Laburás en el Concejo? Te paso a buscar a las seis y media. –Mejor nos vemos en el bar de enfrente, mañana laburo hasta las dos. –Listo, papi, saludos a la patrona. Despacio, entramos a la Villa, estacioné atrás del bar y busqué un par de cervezas mientras los muchachos entraban a la ofi cina. Pedí un sándwich de milanesa y me senté a disfrutarlo. –Joaquín, te aviso que Jiménez no “muy gente” –No te preocupes, Julián, a Jiménez lo vamos a manejar como queramos. –Si vos lo decís. Igual yo lo prefi ero lejos. –La idea es que no se acerque a ninguno de ustedes. ¿Qué hicieron con los muchachos de esta mañana? –Nada, les pegamos un poco nomás, parecían buenos pibes, estaban medio puestos, así que los dejamos. ¿Vas a llamarlo al rubio? –Por ahora no, ya estamos cubiertos, si lo querés, es tuyo, decile que con el tiempo puede subir, pero por ahora no lo quiero. –Voy a ver, me pareció medio “careta” –¿Cholito tiene teléfono? –Sí, pero no lo presta. –Tenemos que poner una línea acá, y un equipo de música, si no, nos vamos a “cagar de aburrimiento”. –Buena idea, podemo ira comprar uno. – Se entusiasmó Julián. –Yo me encargo, ¿vendrán los muchachos? –Y,… no saben que estamo acá, si querés los mando a buscar. –No, dejalos, nos vamos a juntar los sábados nomás. ¿Vivís con tu familia, Julián? –No, con unos amigos de mi vieja, somo diez. –Por qué no te instalás acá, yo hablo con Cholito. –¡De diez! Me traigo el colchón y ya estoy. Julián estaba emocionado, no se le había cruzado por la cabeza la posibilidad de vivir solo, pero era algo que quería mucho. Le di trescientos pesos para que comprara lo mínimo indispensable: una mesa con sillas, un calentador, una pava y un ventilador. Le prometí una heladerita que tenía en desuso. Me gustaba la idea de que la piecita tomara un poco de vida, por otro lado necesitaba a un Julián incondicional. Al los diez minutos salimos rumbo a la mueblería del tío de Pichu, y por menos de doscientos pesos armamos el juego de muebles. Le pedí a Cholito que me consiguiera la línea de teléfono y que cambiara la cerradura de la pieza, aceptó, a cambio del primer mes de alquiler. Salí sin compañía de la Villa, si iba a estar ahí, debía sentirme seguro, y para sentirme seguro debía demostrarlo. Llegué a casa pasadas las ocho, sin ganas de conversar ni de comer, ni de pensar. El día había sido largo, un poco de tele me hacía falta.

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X

Jiménez me esperaba en el bar, ya había bajado tres cuartos de la botella. Andaba de civil, su uniforme lo hacía verse más gordo de lo que en realidad era. Estaba pensativo, o borracho, pero denotaba cierta intranquilidad y efervescencia propia de mentes preocupadas. Llevaba veinte años como policía de la provincia y seguía en un puesto bajo, quizás por falta de capacidad o por carecer de simpatía de los jefes. Creo que odiaba la institución, pero no estaba preparado para abandonarla y volver a la civilidad. Tenía miedo, muchos lo odiaban, incluso mis muchachos. Me aseguraba que seguía vivo nada más que por el uniforme. –¿En qué andás, Joaquín? –Ya te dije ayer, ¿A vos qué te pasa? Te noto triste. –Estoy como siempre, ¿es tristeza? andá a saber, tal vez sea cansancio. Su cara estaba surcada por miles de capilares rojos visibles desde muy cerca. –No me vas a decir que trabajás tanto. –No vas a creer, pero le meto unas doce, trece horas por día. Incluso los fi nes de semana. Si no, no podría vivir, con el sueldo de cana, sin horas extras, o partidos de fútbol, no llego a fi n de mes. –Si me vas a llorar, me voy a la mierda. –Vos preguntaste, bancátela. –Tenés razón. ¿Qué se cuenta por el concejo? –Nada, tu concejala quiere ser intendenta. Llamala y decile que está en pedo. –No entendés la política, ella necesita fi gurar en el partido, igual es una inocente, porque piensa que alguna vez la tendrán en cuenta. Cuando la pusieron de candidata a senadora provincial estaba contenta, aunque sabía que no iba a sacar ni el tres porciento. Bueno, allá ella, yo ya no le doy más bola, que hablen ellos, si quieren. –Al fi n te diste cuenta, laburabas gratis para esos huevones. –Nada es gratis, conocí gente que me puede servir en el futuro, incluso te conocí a vos, aunque no sé para qué me podés servir. –Nunca se sabe, mi amigo, la vida da vueltas sin parar. –Así dicen. ¿Lo conocés al Cholito Márquez? –Sí, lo metí dos veces en cana, era un tipo bravo, aunque desde la última “enjaulada” se quedó tranquilo. –¿Qué hacía? –Vendía desde falopa y fi erros, hasta estéreos y teles afanadas. –¡Lindo pibe! ¿Sos amigo? –Nos saludamos amablemente, si nos cruzamos. Te repito ¿en qué andás? –En nada, ayer le hice una entrevista, y no le creí nada de lo que me dijo. Pero ahora compruebo que es todo cierto, me alegro. Jiménez fue al baño y yo quedé sumido en pensamientos. ¿Para qué lo quería a Jiménez? Porque ésa, era otra carta que había jugado con los muchachos, “Jiménez no los joderá más” les aseguré, pero el hombre no me dejaba siquiera un espacio para encarar la situación. –¿Andás de fi erro ahora? –¿Qué decís?, en la vida tuve arma. –Digo, porque te quedaste con el “caño” de Juliancito, ¿O se lo devolviste? –¿Cómo te enterás de todo? –Pueblo chico, ¿Qué hiciste con el fi erro? –Lo guardé en mi ofi cina, le dije que se lo devolvería cuando fuera bueno. Creo que lo dio por perdido. –¿En qué andás, Joaquín? Teneme en cuenta, cualquier cosa, –Jiménez, vos sos cana, si anduviera en algo raro serías el menos indicado. –¡Ahora sos inocente! Escuchame, si vas a mover fi chas con los muchachos, avisame, yo te puedo ayudar, no gratis, pero tampoco por tanto. –¿Qué me ves, cara de mafi oso? No seas boludo, Jiménez, no tengo cabeza para el delito. –Por hoy te voy a creer, mañana, no sé. –Pensá lo que quieras, me tengo que ir, saludos a tu señora. –Te digo de verdad, avisame, cualquier cosa. –No te preocupes, cualquier cosa te busco. Pagué la cuenta y me fui, mi compañero seguía sentado dispuesto a terminar la cerveza recién abierta, lo saludé desde la puerta y me hizo una venia militar, me reí y caminé hasta casa. Los martes mi mujer salía con las amigas y volvía tarde, era mi día meditabundo y de soledad desde que me quedó corto el domingo a la tardecita, cuando ella iba a misa. No necesito la soledad para planear y ordenar las ideas, prefi ero el ruido y el desorden para tales efectos, la soledad me reconforta de otra manera, menos profunda. Con los años descubrí que mi psiquis no me permite hacer un plan de pensamiento, no puedo proponerme “pensar sobre algo de dos a cuatro” porque en lo único que pienso es en que tengo que pensar. Las ideas surgen durante todo el día, muchas veces debo agarrarlas al vuelo y ponerlas en un costado del cerebro para usarlas luego, y las “muy perras”, al igual que los destornilladores, no aparecen cuando las necesito. Puse un CD de Sabina, me preparé unos mates y me tiré en el sofá a disfrutarlos. Me sentía raro, creo que necesitaba un poco de acción, esperé que se me pasara y subí el volumen seguro de que la vieja del tercero me tocaría la puerta en cinco, cuatro, tres, dos, uno…

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XI

Me levanté a las cinco y media de la mañana, despabilado y con energía. Me había dormido pasadas las nueve, aunque interrumpí mi sueño en pos de los mimos de medianoche de mi mujer, que cuando llegaba un poco pasadita de copas de una noche de “chichoneos” se ponía cariñosa. Yo, encantado. La única decisión que tomé la noche anterior fue ponerme en buen estado atlético, necesitaba de mi cuerpo y mi fuerza mucho más que antes, por eso me calcé mi único par de zapatillas y salí a correr. No me gusta correr, pero tanta energía nueva debía descargarse. Troté media hora, hice fl exiones de brazos, abdominales, tríceps y hasta me colgué del pasamanos de la plaza e hice piruetas. La ciudad estaba en silencio, la sentía mi propiedad, y un poco lo era. A las seis y media el día ya era día y algunas personas iban hacia la estación de trenes. Volví a casa de un trote y me duché durante quince minutos. Llegué temprano al trabajo, nada más que porque quería. Roberto se sorprendió con mi llegada y con mi excelente humor. Le tuve lástima ese día, el pobre tipo pensó que yo quería resarcirme de mis actitudes, nada más lejos de la realidad, pero me parecía que podía transformar mis horas de trabajo en un tiempo alegre. –¡Joaquín! ¿Te caíste de la cama? –Chiste viejo, Robertito. Fue la cama la que se liberó de mí hace cuatro horas. No sabía qué hacer, entonces me vine temprano y en auto. –Me alegro, ayer no logré hablar con el contador de Comex, creo que se hace negar. –Quizás estás siendo demasiado político, ¿Cuánto te deben? ¿Veinte mil? ¿Y se hace negar? Yo lo cagaría a trompadas. –Hay que cuidar a los buenos clientes. –Ellos deberían cuidarnos a nosotros. ¿Vamos a Comex y lo esperamos? Algo nos va a tener que decir. –Esperemos, es una empresa grande, muy grande y más vale ser amigos. –¿Cuánto me das si hoy vuelvo con el cheque en la mano? –Considerando los pasos que toma hacer un pago en Comex, te diría que es imposible que hoy cobres. –¿Cuánto? –Quinientos. –Sos un miserable, por eso no muevo el culo. Arreglate solito. –Mil. –Dos mil quinientos, cash. –El diez porciento, dos mil, en negro. –Listo, pero lo quiero por escrito. Hice una nota en Word donde constaba el arreglo y mi jefe la fi rmó seguro de mi fracaso. El contador de Comex era un esnob un poco amanerado. Había pasado por muchas empresas del rubro, siempre en puestos importantes, posiblemente debido a sus contactos. Llegué a las once al edifi cio de vidrio, me anuncié con dos apellidos y aseguré que me esperaban a esa hora. Me senté en el lobby hasta que lo vi entrar. La secretaria le anunció mi presencia y giró la vista hacia mí. En el momento que se acercaba sonó mi celular. –Joaquín, soy Julián, Jiménez lo agarró al Pichu, dice que lo llames al celular. –Ahora lo llamo. –Soy el contador Federico Villegas, ¿Te conozco? –Sí, hemos hablado por teléfono. Mi familia conoce mucho a la suya. Le nombré todos los parientes que se me ocurrieron y encontramos muchos en común, la cosa iba bien y hasta hablamos de la fi nal del abierto de polo. Aunque yo tenía un problema más grave que solucionar. –El mundo es chico, Joaquín. –Un pañuelo, Federico. Te cuento: Tengo un problema en la empresa, vos lo conocerás, se llama liquidez. –Lo conozco muy bien– Se rió con ganas y me palmeó la espalda. –El tema es que mañana tengo que hacer unos pagos, y necesito cobrar veinte lucas de ustedes. –¡Estás loco! No puedo extender pagos hasta la semana que viene. –Escuchame, estamos en la misma, desde ya que lo tuyo es un poco “más macro”, pero los fondos que manejamos tienen siempre maleabilidad para cualquier imprevisto. –De verdad, Joaquín, veinte mil pesos es mucha guita. –Para mí, sí, para esta empresa es un vuelto. –No es así. Te puedo tirar diez con un diferido a treinta días. –Eso es “nada” en este momento, Federico, necesito quince hoy, si querés diferime cinco, pero a quince días. –Si te escuchara tu tío Julio, estaría agrandado, lástima el cáncer. –Una cagada el cáncer, pero no hablemos de los que no están, necesito quince lucas para hoy, máximo mañana. –Sos un personaje, Joaquín, ¿Cómo es qué nunca nos vimos? –Nunca escuchaste hablar de las “ovejas negras”. Eso era yo hasta que me casé, sólo tengo contacto cercano con mi abuela. Pero eso no importa ahora. ¿Tenés café? Desde las siete que no tomo nada. –Lo que no tengo es tiempo, pero pasá a mi ofi cina y charlamos un poco más. –Bárbaro, me gusta ese pañuelo, ¿Es de James Smart? –De dónde si no. ¿Comprás ahí? –Cómo verás, no uso traje. Prefi ero una buena camisa, un buen pantalón y los zapatos siempre de “Guido” –Yo traté de dejar el traje de lado, pero no puedo, eso sí, los viernes me saco la corbata. Pidió dos cafés a la secretaria y sonó su teléfono. Aproveché para llamar a Jiménez. –Jiménez, ¿Qué hacés con mi muchacho? Es buen pibe. –¿Tú muchacho? Lo tengo en la puerta del patrullero, si tardabas cinco minutos más en llamar, lo metía en cana. –Dejalo ir, después arreglás conmigo. –¿Si vos no andás en nada, cómo puede ser qué arregle con vos? –¿Qué querés? –Un bocadito. –Te puedo dar más que eso, pero largalo, tiene que ir a laburar con el tío y necesito estar bien con el tío. –Si lo largo, nos vemos esta tarde para hablar con claridad. –Mañana a la tarde, hoy estoy “hasta las manos”, pero sí, mañana charlamos. –Yo sabía que no eras ningún periodista. –Sí que soy, el día que escriba el libro va a ser un éxito. Che, Jiménez, ¿Me quedo tranquilo qué lo largás o llamo a Julián para averiguar? –Quedate tranquilo, mañana hablamos. –Disculpame, Federico, esto de manejar tantas cosas al mismo tiempo es complicado. –¿Metieron a alguien preso? –Sí, bueno, casi lo meten en cana, un muchacho que labura para mí, pero ya arreglé con el policía que lo agarró, todo solucionado. –Mejor no pregunto sobre tu segundo trabajo– Federico sonrió, trajeron el café en unas tazas con el logotipo de Comex. –Lindas tazas, un poco corporativas quizás, digo. –Preferiría que fueran lisas, pero viste cómo son las grandes empresas, buscan la uniformidad. –Bueno, te vi hablar mucho por teléfono, escuché que nombrabas la empresa, escuché por ahí un “apurate”. ¿Qué tenemos? –Diez, para hoy; cinco para el lunes que viene y cinco para fi n de mes. –¿Tanto te costaba pagarme todo junto? –Me iba a costar mucho explicar las causas. Menos de doce lucas, no generan preguntas. –Dame once quinientos para hoy. –No, agarrá lo que te doy, creo que está bien. –Tenés razón, no discuto más del asunto. ¿A qué hora salís a comer? –Hoy no salgo, llegué muy tarde y estoy con el agua al cuello, pero podemos almorzar la semana que viene, tomá mi celular, llamame el martes, quiero saber sobre tu otro negocio. –No creo que te guste, pero quién sabe, un gustazo Federico. –Lo mismo digo, llamame, no te olvides.

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XII

La cara de mi jefe cuando le entregué los cheques, merecía ser fotografi ada. Esos dos mil pesos le dolieron demasiado, quiso objetar el hecho de que la mitad era diferida, pero me pegué el papel fi rmado en la frente y le hice una danza alrededor del escritorio. Lo acompañé al banco y metí mil pesos en mi bolsillo, el resto lo cobraría en los plazos fi jados por los cheques. Julián me esperaba en la plaza, Jiménez había soltado a Pichu y todo andaba bien. Quiso que fuera a conocer las reformas en su nuevo hogar, pero no tenía ganas. Me limité a agarrar la plata e ir juntos a comprar el equipo de música para la ofi cina. Mi “mano derecha” volvió contento a la Villa con la caja al hombro y yo, de paso, me compré un par de libros y pasé por el supermercado a proveerme de cerveza, quesos varios, fi ambres y comida de la rosticería. Quería llegar a casa y no salir hasta el día siguiente. Todo cambio trae aparejadas consecuencias, y estas son asumidas con desgano. Mas todo en la vida es trueque, lo bueno suele traer aparejado lo malo y la suerte: la desgracia. Yo esperaba las señales de la vida, los puñales por la espalda, los desacuerdos. Pero nada pasaba, mi empresa llevaba varios meses de vida y todo parecía ir mejorando. Aunque no había que confi arse. Me junté con Jiménez a charlar muchas veces, le tiré unos pesos que parecían no alcanzarle para nada. Seguía con ganas de meter en cana a mis muchachos, que día a día lo odiaban más. Cada vez que los veía, estuvieran a no “empujando”, los detenía y me llamaba, lo que signifi caba un desprendimiento monetario de mi parte, del que me estaba cansando. –Me estás despellejando vivo, Jiménez, dejá de pedirme guita. –Si la hacés por izquierda, compartila. –¿Por qué seguís siendo yuta si sos más chorro que mis muchachos? –¿Y vos? ¿Vos sos un tipo legal y prolijo? Ya te conté, si no fuera cana, estaría muerto. –¿Y no querés ser un poco más?, ¿subcomisario o algo así? –Ni terminé el secundario, Joaquín, ascender me cuesta mucho. –¿No hay ascensos por logros? –Tienen que ser muy publicitados y en lo posible con el ofi cial herido. –¿Qué te parece si te genero una zona “libre de afanos”? –¿Vos pensás que podes manejar eso?, sos muy “pichi” todavía, hay muchos más grosos que vos en el barrio. –Si, pero yo manejo el “chiquitaje” y por ahora nadie quiere meterse conmigo. Tampoco jodo a los grandes. –Dejame pensarlo. –Pensalo, y dejá de sacarme guita. La publicidad te la doy gratis, incluso en algún diario va a salir algo. –Dejame pensarlo. A la semana, combinamos con Jiménez la zona en cuestión. Cada día, uno de mis muchachos debía patrullarla, espantando posibles chorros. Al fi nal del día, recibía un quince porciento de los otros cinco y de mí. Pepo, Guillermo y Roque consiguieron dos nuevos muchachos que laburarían para ellos tres, y eran buenos, aunque yo ni siquiera les hablaba. Julián, reclutó al “rubio” dos días por semana, pero como empleado, iban juntos a todos lados. A él sí le hablaba, aunque poco, y exclusivamente porque solía estar en la ofi cina cada vez que yo iba. Las instalaciones mejoraron, una vez que conseguimos el teléfono, instalé ahí mi computadora para tener Internet. Julián se pasaba horas dibujando con el “Paint”, y como lo vi tan entusiasmado, le instalé el “Coreldraw”. Hacía maravillas con el Mouse y los colores. Mis ingresos ilegales superaban ampliamente a los legales y casi no tocaba el dinero pensando en algún plan para con él. Los jueves a la mañana entrenaba con Pichu en el parque de la rivera, un lugar paradisíaco a la orilla del río y rodeado de mansiones protegidas por grandes paredones. Aprendí nuevas técnicas para trepar paredes, y más de una vez hicimos sonar alarmas. Era divertido y a la vez desafi ante porque mi empleado solía superarme en proezas. De lunes a sábado salía a correr a la madrugada y le tomé cariño al ritual de la ducha larga posterior. Mi energía brotaba por cada poro, me llevaba el mundo por delante, incluso en mi trabajo legal, conseguía cobrar cada vez que me lo proponía. Mi vida matrimonial iba bien, quizás menos dialogada, pero, para compensar mis silencios, mi cuerpo superaba cualquier exigencia amatoria y generaba sonrisas en nuestras caras. A pesar de todo, yo no me sentía un delincuente, incluso, todavía tenía la sospecha de estar haciendo algún tipo de bien a la humanidad. La delincuencia en la ciudad tenía muchos matices. Había muchos chorros que me respetaban y buscaban trabajar bajo mi mando. Yo los rechazaba mandándoselos a Julián, pero la mayoría de ellos, no querían estar al mando de quien hace poco tiempo era su vecino y colega. Recibía notas amenazadoras de personas que no conocía y a las que sin duda molestaba, pero no me preocupaba demasiado, suponía que si hubieran querido matarme o pegarme, lo podrían haber hecho en muchas oportunidades. Yo casi siempre andaba solo, incluso prefería la soledad porque daba la sensación en los otros de que no necesitaba de nadie que me protegiera. Si iba a ser un delincuente, no quería guardaespaldas que coartaran mi deambular, para eso me quedaba tranquilo y con mi trabajo anterior.

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XIII

Un viernes a la noche, Julián me llamó desde una bailanta. Me relataba los acontecimientos con preocupación y la vez con orgullo. Habían salido los seis y esperaban la hora de entrada tomando cervezas en una estación de servicio. Mientras conversaban, un Peugeot 405 con vidrios oscuros se detuvo al lado de ellos. Cuando el vidrio de atrás hubo bajado, una cara conocida llamó a cada uno por su nombre. –¡Era Martínez, Joaquín! –¿El dueño de las bailantas y político? –Ese, preguntó por vos, y nos hizo pasar al VIP del boliche. ¡No sabés las minas que hay! ¡Y todo es gratis! –Nada es gratis, Julián, ¿Qué quiere Martínez? –Me dijo que quería que “vengas” al boliche, que si no querés manejar, te manda el chofer. –¿Vos qué opinas? –Es raro, pero el lugar es “una masa”, igual, el tipo es “pesado” de verdad. –Yo lo conozco, nos vimos varias veces en el Concejo, pero no entiendo qué busca. –Yo tampoco, si querés vení, acá estamos “joya” –¿En qué bailanta están? –En la grande del costado de la autopista, si venís con el auto, entralo por el costado. –Decile a Martínez que en una hora estoy allá. El lugar era un gran tinglado. Entré por la parte de atrás, me recibió un pelado, grandote y mudo y con un arma a la vista bajo el saco negro. Subimos una escalera y abrió la puerta para dejarme pasar. Él, no entró. Una semi oscuridad reinaba en el ambiente, casi estaba en silencio, sólo una música que no era cumbia opacaba la charla de unas cien personas sentadas en sillones. Una barra al costado, con una bar–tender de pelo azul y parado. Después, el ventanal, sobre el escenario, donde tocaba un conjunto bailantero y miles de Julianes y Pichus con chicas al tono, saltaban y gritaban al ritmo de la música imperceptible a mis oídos. Me quedé unos minutos apreciando el espectáculo. Los músicos ya no eran “lindos” como años atrás, ahora eran intimidantes, sucios, enojados. Quizás “la villa” por fi n había ganado la batalla del arte y se veía representada, o tal vez se trataba de una gran idea de señores empresarios, que necesitaban un público falto de expectativas para venderle música y shows. Lo que fuera, estaba bien, yo me sentí un poco viejo y triste, pero se me pasó en cuanto Julián me saludó y me invitó a la ofi cina de Martínez. Algo había cambiado en Julián, daba un aspecto prolijo desconocido, se había peinado con gel su sempiterna masa de pelo y una barba bien recortada adornaba su cara. Se había puesto una camisa negra con botones dorados y un pantalón de jean negro un poco ajustado que remataba en unas zapatillas gigantes y tan caras como espantosas. –Te veo muy contento al lado de Martínez, ¿No querrás trabajar para él? –Ni ahí, yo estoy bien, pero me pidió que te “avise” que estaba en su ofi cina, de onda nomás. Yo me quedo acá, viste que minitas que hay. –Escuchame, ya sé que es sábado a la noche, y no laburamos ni nada de eso, pero podrías tomarte en serio el lugar que ocupás. Sos mi mano derecha, y deberías entrar conmigo. –Listo, me pido una birra y entramos. Entramos a un cuartucho bien iluminado. En la punta estaba el escritorio y tras él, Martínez. Morochazo, un poco gordo, cincuentón y bien peinado. Apenas entramos se levantó y me dio la mano y una palmada en la espalda. –Joaquín, querido, ¡qué bueno verte acá y no en el Concejo apoyando a la concejala! Andá nomás Julián, dejanos solos un rato. –Yo decido por mi gente, Martínez, y él se queda. –Perdoname, no sabía que me tenías miedo. –No te confundas, si te tuviera miedo no habría venido. Lo que no me gusta es que mi gente acate órdenes de otros. –A mi tampoco, tenés razón. ¿Te gusta el boliche? –Debe ser un negoción. –Menos de lo que pensás, los conjuntos están cada vez más caros y no puedo aumentar las entradas ni la cerveza porque no viene nadie. Pero se mantiene bien, no me quejo. –¿Qué me trae por aquí? –Quiero saber si tu gente puede estar disponible para mí si alguna vez la necesito. –¿Disponible para qué? –Política, a veces necesito que en los actos haya afanos, otras que no pase nada. Tengo entendido que en la zona se hace lo que vos mandás. Lo miré a Julián y me sonrió. –¡Mirá qué bien! Así que se hace lo que yo mando. No vuelo tan alto, Martínez, sólo somos organizados. –La fama ya la tenés, la verdad es que nunca pensé que podrías estar acá, pero sos bienvenido. –Una cosa lleva a la otra. –Así es, ¿qué me contestás? Hay guita, buena plata. Y los afanos, tomátelos como propinas. –El problema, Martínez, es a mí nadie me manda. –Son negocios, Joaquín, nadie te mandaría, estarías prestando un servicio. –Lo voy a hablar con los muchachos. –Llamame esta semana, al celular, puede ser bueno para los dos. –Bien, lo voy a pensar. Pero no te aseguro nada. –A Seguro: se lo llevaron preso. – Se rió fuerte, se levantó y me palmeó la espalda. –Quédense un rato, yo me tengo que ir, pero la barra es libre para ustedes. –Yo también me voy, te llamo, Martínez. Antes de irme, me senté en un sillón y Julián me trajo una cerveza. Estaba contento, Julián, le gustaba el negocio, y a mí me daba un poco de asco, aunque supuse que sería superable.

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XIV

En la reunión del sábado tratamos la “operación Martínez” y la aceptación fue unánime. Los muchachos estaban encantados, además de los afanos, iban a cobrar un extra. Yo desconfi aba, me parecía peligroso el hecho de meternos a afanar en un acto político. En esos casos, la gente anda con una “idea de grupo” diferente, suponen una pertenencia especial con respecto a su vecino que aplaude y canta las mismas pavadas que él. Eso, me hacía suponer que en caso de descubrir un chorro entre las fi las, se unirían en pos de lincharlo. Les planteé la idea a los muchachos, pero ellos me tranquilizaron con ejemplos de trabajos anteriores en marchas y actos. –No pasa nada, Joaquín, los que van a los actos son todos una “manga de cagones”. A la mayoría alguien los lleva y les paga, así que “ni ahí” son un grupo. –No creo que en todos los actos sea así. –Pero si viene de Martínez seguro que es así, solamente hay que tener cuidado con la “yuta”, pero Jiménez algo va a poder hacer. –A mí, sigue sin gustarme, pero ustedes son los soldados, y si les interesa, más vale así. –Está bueno esto de conversar, Joaquín. Yo creo que podemos hacer buena guita con el “chabón este”. –Yo también, Roque, pero tenía otras ideas antes de este negocio. –Tenemos tiempo. –Sí, eso es verdad. Guillermo: ¿Abriste las cuentas de email para todos? –Ya están listas, pero a Pepo y Pichu no hubo forma de explicarles cómo entrar. –Yo les mando todos los días un video porno y vas a ver que aprenden rápido. ¿Quién busca más birras? Con el pasar de los meses, la ofi cina tomó un color interesante, incluso la extendimos unos metros para que Julián estuviera mejor. Teníamos dos computadoras con banda ancha de Internet, televisión por cable, microondas, freezer, parrilla afuera, un banco de pesas, una biblioteca con más revistas que libros, muchos CDS, sillones confortables, hasta un pizarrón. Me sentía cómodo ahí, el grupo había crecido, aunque seguíamos siendo siete en las reuniones, cada uno de los muchachos tenía varios a su cargo y eso implicaba una mayor organización. Ya cubríamos tres partidos del conurbano y la logística llevaba tiempo. Los muchachos estaban contentos, se vestían “feo” pero mejor y todos tenían celulares. Hicimos varios trabajos para Martínez, fi jamos la tarifa en diez mil pesos por acto hasta dos mil personas y quince mil los más grandes. A veces el contrato, trataba de impedir los afanos, en ese caso pedíamos dos mil pesos más en concepto de propinas. Jiménez, poco a poco, escalaba posiciones en la fuerza, sus zonas estaban siempre limpias de robos y sus patrulladas eran impecables. Hubo varios problemas que resolver, pero bien organizados resultaron sencillos. Cada nuevo lugar que tomábamos implicaba una prueba de fuerza y muchos ojos morados y costillas rotas. Supongo que alguien murió en esas cruzadas, pero yo traté siempre de evitarlo. Las fronteras en el conurbano son simples carteles de bienvenida, pero existe cierta pertenencia de los moradores (incluyendo a los delincuentes) que los obliga a mirar con desprecio a los foráneos. Por eso andábamos con cuidado, entrábamos poco a poco y cuando se daban cuenta de la invasión sólo debíamos reventarlos a patadas. Para los muchachos era bueno afanar en otros barrios, porque en lo profundo de sus conciencias, algo les molestaba al momento de “apretar” a un vecino. Eso sí, en muy pocas ocasiones mi gente uso la fuerza con los “clientes”. Un caso, fue durante los primeros días de un nuevo integrante a cargo de Guillermo, el “loquito” se metió un “paco” antes de salir a laburar y casi mata a un adolescente a patadas. El sábado siguiente vino a la reunión con su jefe y se sentó al fondo de la ofi cina a mirar televisión. Guillermo lo justifi caba con el hecho de que “juntaba” bastante, pero a su vez, sabía que ese tipo de errores no podían quedar impunes. –¿Qué vas a hacer, Guillermo? –Estuve pensando, creo que lo mejor es “bajarlo” –¡Pará, loco!, no te parece demasiado. –Ni ahí me gusta, pero lo van a agarrar, meter en cana, identifi car; el caso salió por la tele. Y cuando lo agarren, seguro que salta que anda conmigo, y si anda conmigo también te manda a vos “al muere”, y a los otros muchachos. Creo que lo tenemos que desaparecer. –¿Cómo? –Dejámelo a mí, Cholito me aconsejó un poco, Roque y Pepo me van a “hacer el aguante”, quedate tranquilo. Fue el primer impacto real que tuve sobre mi nueva actividad. El chico miraba tele, en su mundo de “paco”. Lo observé un rato y me dio lástima. Yo debía fi rmar su sentencia, también podía evitarla, pero supuse que en ese caso era alargarle un poco la vida. A ese muchachito no le quedaba mucho, con o sin Guillermo. –Está bien, Guillermo, ¿tiene familia? –No, creo que son de Jujuy, hace años que no sabe nada de ellos. –Se acabó el tema entonces. Tengo que irme ahora, cualquier cosa me llaman al celular. Pasé a saludar a Cholito por el bar y me tomé dos ginebras al hilo, me hacían falta. Procuré no pensar en el chico, pero a cada rato volvía a mi cabeza. Esa noche invité a mi mujer a una “disco” de moda, necesitaba música fuerte y tragos variados.

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XV

Mi cambio de vida fue tan gradual, que no pude tomarlo como lo que realmente signifi caba. Una cosa lleva a la otra, decía cada madrugada, y siempre las ideas fl uían naturales, de manera que casi no provocaban sacudones interiores de magnitud. Si bien lo del “loquito” me afectó un poco, lo digerí muy rápido, ¿era negación? Quién sabe, tal vez era un paso imprescindible que esperaba que sucediera de la forma más sencilla. Y fue así, yo sólo tuve que autorizar la operación. Sin dudas tenía “pasta” para ese tipo de negocio, de mi trabajo legal usé la organización meticulosa de cada detalle, sumada esta, al coraje desenfrenado que no me abandonaba, no había posibilidad de fracaso. En realidad había muchísimas, pero yo no las veía. Roberto no era más mi jefe. Aunque seguía cobrando su sueldo, casi siempre manejaba las cosas desde lejos, sólo solucionando los problemas y cobrando a todos. Sospecho que al encarar las deudas de manera más personal en mi cabeza no existía la posibilidad de que alguien me demorara un pago o se hiciera el “pelotudo”. Yo hacía frente derecho, encontraba a la persona y le cobraba. Si bien nunca usé la violencia, algo en mi actitud le avisaba al deudor que le convenía pagarme para vivir tranquilo. Pero mi vida y energías estaban enfocadas en la “villa” con mis muchachos y nuestra ofi cina. Creo que era feliz ahí. A pesar de ser incompatible para la amistad con todos ellos, me generaban sentimientos nuevos, eran buenos muchachos en cierto sentido, y querían prosperar. Para el primer aniversario, hicimos una choripaneada para todos. Muchos vinieron con sus novias, hermanos, madres o amigos; compramos cuatro barriles de cerveza y diez cajas de vino y nos quedamos cortos. Fue un éxito, fuimos más de cien personas alegres y conformes. Mi mujer no quiso ir, no le gustaba el ambiente y yo acepté su decisión. Me sugería con brío que dejara el negocio, que era peligroso, que no estaba nunca con ella y que no tendría hijos en un medio violento. Gradualmente, la dejé alejarse, nos queríamos muchísimo, pero no teníamos nada que compartir. Supongo que le quitamos al amor el sentido de pertenencia y se hizo muy frágil. Un día, ella se mudó al centro y yo me quedé en el barrio. Cada tanto, hablábamos por teléfono, nos encontrábamos y teníamos sexo del bueno. Pero los dos sabíamos que se iba a cortar en cuanto apareciera alguien que exigiera exclusividad. La extrañé mucho y creo que ella también, pero fue lo mejor. Fantaseé con vivir en la villa y construirme una casita, lo deseché cuando descubrí que necesitaba los dos mundos en los que me movía y que meterme allí sería un abandono paulatino del otro, mas burgués, intelectual, amistoso y confortable. Seguí en contacto con el contador Federico Villegas, aquel a quien convencí que me pagara. Comimos juntos varias veces y me presentó personas interesantes. Gracias a él, me sumergí en un nivel socio económico alto, iba a fi estas, salía con chicas. Me codeaba con los dos extremos de la sociedad y en ambos era un pez en el agua. Descubrí que no son tan diferentes, los problemas morales quedan relegados a la golpeada clase media. Controlábamos cinco partidos del conurbano, éramos más de sesenta soldados a cargo de seis capitanes y un general, o sea yo. Hubo muchas batallas, guerras de guerrillas, cuerpo a cuerpo. No era fácil entrar a los nuevos barrios, pero nuestra “onda Ghandi” con los clientes y “Saddam” con los colegas nos abría las puertas de las calles. Los partidos del oeste eran duros, incluso debí abandonar uno, porque tomarlo demandaría demasiadas energías. Entraba mucha plata de los afanos y los actos políticos, pero mucha más, del servicio de protección que brindábamos. Fue un negocio duro, con competencia feroz e instalada desde décadas. Jiménez nos ayudó a resolverlo gracias a la información policial. Con nuestro apoyo, dirigió operativos en los que detuvo a algunos jefes del negocio. Eso le valió un nuevo ascenso y muchos billetes de mi parte. Igual, el granito de arena aportado por Jiménez sirvió para darnos coraje. Quedaban muchos jefes que tuvimos que golpear, desaparecer, amenazar. Fueron unos meses difíciles aunque fabulosos. La posibilidad de morir estaba en cada esquina, y la parca me seducía y asustaba. El primer mes me instalé en la villa, después fui poco a poco volviendo a mi vida habitual. A diferencia de las mafi as locales, nosotros ofrecíamos un seguro total contra afanos de cualquier tipo, y eso incluía a los antiguos recaudadores. Si alguno rehusaba, le demostrábamos el error con asaltos diarios y algunos golpes suaves. La competencia no podía rivalizar con eso, y si trataban de evitarlo, les caíamos como un ejército enojado. Guillermo cayó herido en una de esas batallas y murió a los pocos meses. Tenía veintidós años, era un gran peleador y con una memoria brillante. Un día le llevé un grabador a la clínica y le pedí que dejara registrado todo lo que recordara del tiempo conmigo. Cuando murió, llevaba grabados quince casetes de noventa minutos, que algún día escucharé. Murió agradecido conmigo y los muchachos, nos consideraba su única familia desde que dejó la “barra” del equipo de sus amores. Los muchachos de Guillermo se repartieron entre los cinco restantes, y me pareció un buen momento para ascender a Martín, el rubio de mi primer enfrentamiento, que trabajaba para Julián. Le cedimos cinco soldados y lo pusimos a prueba.

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XVI

Los muchachos prosperaban económicamente, sólo Julián seguía en la Villa, el resto había comprado casa. Todas quedaban cerca, pero en zonas menos necesitadas. Me costó sudor y lágrimas hacerles entender que no ostentaran con la plata. Las casas que compraran, debían estar en barrios de clase media– baja, que tras sus paredes hicieran lo que quisieran, pero el aspecto no debía sobresalir del resto. De mala gana aceptaron, supongo que entendieron que no era bueno mostrar al mundo la prosperidad, porque las envidias siempre son perjudiciales. El más duro fue Pepo, un sábado llegó a la reunión en una 4x4 negra, creo que era Toyota. A pesar de mi insistencia, se negaba a venderla, estaba enamorado de su vehículo, no entraba en razones y quería a su camioneta más que a su fl amante banda de cumbia. Le prohibí entrar a la Villa manejándola y amenazó con llevarse a su gente. Lo cité en mi casa una tardecita, llegó en su camioneta con dos de sus muchachos. Lo dejé entrar a él solo. Nunca había venido a mi casa, solamente Julián tenía acceso. Se sorprendió de la escasez de muebles y lo humilde de mi morada; yo no necesitaba más que un living comedor grande, una cocina y dos dormitorios. –¿Qué contás, Pepo? –Sos miserable, Joaquín, ¿Qué hacés con la guita? –No es tu problema, hace dos años te dije que la plata viene por añadidura, pero no hacemos todo esto sólo por guita. –La guita llegó, ¿Dónde la tenés? –No importa, ¿viste mi auto? –¿Tenés ese autito nomás? Yo pensaba que lo usabas para ir a la Villa nomás. –Es mi único auto, no necesito otro. –¿No te gustan los autos lindos? –Me gustan mucho, pero no los necesito por ahora, dentro de unos años tal vez tenga algo mejor, por ahora mi cabeza va mucho más allá de un auto. ¿Querés un salamín y una cerveza? –Joya. Lo que no entiendo, es que no podamos disfrutar de la plata. –¿Pensaste en irte de vacaciones? A Brasil por ejemplo. –No. –Ahí tenés una forma de disfrutar la guita. Te vas una semana, a un hotel de lujo, con una minita de las tuyas y te tirás diez lucas, no te privás de nada. –Pero ahí no hablan castellano, no voy a entender una mierda. –Entonces andate a México, a Cuba, a Punta Cana, donde se te “cante el culo” –No sé, yo estoy re–caliente con vos, primero ganamos plata y todo bien, después me compro una camionetita y todo mal. –Mejor para vos que se te pase la calentura, no creas que tengo tiempo para lidiar con boludeces, hace dos años no tenías un mango, ni gente a cargo, ni siquiera pensabas en la posibilidad de tener lo que tenés hoy. ¿Me equivoco? –No, es verdá. –Aceptaste trabajar para mí, ¿te obligué? –Ni ahí, yo acepté, con el pobre Guille y Roque. –Tampoco te voy a obligar a que te quedes. Pero no pienses que te voy a dejar laburar en alguna de las zonas que manejamos. Te vas a tener que ir bien lejos. Vas a perder a la mitad de tus muchachos que se van a quedar conmigo. –Eso no sabés, mis muchachos son de fi erro. –Vos eras de fi erro, y acá estás, queriendo abrirte, por una pavada. –No es una pavada, los muchachos… –¿Qué dicen los muchachos? –Nada, dicen que si quiero la camioneta que me la quede. –¿Alguno tiene un auto de lujo? –No, pero querrían tener y no se animan. –La diferencia es que entendieron el porqué, vos no lo querés entender y yo ya me cansé de discutir. Ya sabés las opciones, si te querés ir, andate. Si te querés quedar, quedate sin la camioneta. Yo te prometo que esta charla va a quedar entre nosotros. –¿No me vas a hacer bajar? –¡Estás en pedo! Somos socios, Pepo. –Voy a pensarlo. –Tenés hasta el sábado, si no venís a la reunión todo va a quedar claro. Ahora tengo que salir, llevame hasta la plaza. –¿Querés manejar? –No gracias, manejá vos nomás. El sábado siguiente llegó Pepo a bordo de un Renault 21. No hablamos nunca más del tema ni lo comenté con los muchachos. Con el tiempo, me enteré que no había vendido la camioneta, sólo se la había dado a un primo para que se la cuidara. Casi todos los domingos viajaba y disfrutaba de su vehículo.

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XVII

Mi empresa buscaba la permanente innovación, por eso decidí que era imprescindible incorporar mujeres. Fue difícil, no porque no hubiera chicas dispuestas a delinquir, sino porque pocas de ellas estaban preparadas para pertenecer a una organización compuesta sólo por hombres. A Josefi na la encontré un día de lluvia haciendo dedo en la autopista, al principio pensé que estaba trabajando, pero cuando me acerqué, evidencié que con ese aspecto “rollinga” no tenía posibilidades de vender su cuerpo. Le decían “La China” tal vez por llamarse así o lo que fuera, el caso fue que no pude vencer la tentación de llevarla. –Gracia, loco, me estaba recagando de frío, son todos “una manga de caretas”, nadie levanta a nadie ya en este país, es una mierda. Pero con vos todo bien, sos del palo se ve. –¿De qué palo? –Quiero decir que no sos careta, que no la vas de “forro” y que tirás una mano de vez en cuando. –Parece que sí. ¿Cómo te llamás? –¿Vos no sos el Joaquín, de la villa? Sí ¡Qué loco! Para el Juliancito sos como un Dios. –¿Sos amiga de Julián? –Si, curtimos a veces, pero el chabón labura demasiado, nunca tiene tiempo. Si no fuera del palo pintará para “careta” como Martín, el rubio que tiene al lado. –¿Martín es careta? –Y…, el chabón quiere “pintarla” de villero, pero ni ahí, se le nota que viene de casa de material. Josefi na hablaba mal y mucho, tenía diecisiete años y no era fea. Su “onda” no me resultaba atractiva, pero es posible que para Julián fuera una diosa. Me cayó muy simpática, y ya que iba para la ofi cina, la llevé hasta la villa. –¿Vas al colegio? –A veces, pero no mucho porque debo un montón de materias de tercero y cada vez que voy, los ortivas de los profesores me quieren llenar la cabeza con que estudie y que termine el secundario. Ni ahí, no va eso conmigo, mirá que yo leo mucho y escribo bien. –¿Qué escribís? –Para los otros, muchos pibes no tienen idea de cómo hacer la “o” con un vaso y yo le escribo cartas. A mi mamá le leo las cartas de mi abuela que vive en Formosa y le contesto a la viejita. –¿Fuiste a Formosa? –No, a mi abuela no la conozco, pero le escribí como cien cartas. –¿Cómo conseguís guita? –No tengo un cobre, nunca, ni para el bondi. Pero a veces “empujo” a las “caretitas” de la escuela parroquial, tranqui, hago unos manguitos pero no mucho, las pendejas andan “secas” como yo. –¿Con quién te juntás? –¡Qué se yo! Yo conozco a todos en la villa, y buena onda. Pero más que nada con Julián y los amigos. –¿Qué podrías hacer con nosotros? De laburo, digo. –Puedo ser la secretaria de Julián. ¡Te imaginás! –¡No jodas!, el día que Julián necesite secretaria, yo me jubilo. –Era Joda, ni idea qué puedo hacer. –Pensalo, estoy cansado de que seamos todos hombres. Vos pensás que las chicas son “del palo”; pero “del palo” –Ni ahí, muchas no se bancan que las manden, pero se la bancan. –Pensá en algo y vení a verme, o contale a Julián. Si la idea esta buena le damos para adelante. Igual, sos bienvenida. –Gracias, Joaquín, si me pinta una buena idea te aviso, me bajo acá. No tuve noticias de ella por varios días y le pregunté a Julián si sabía algo. –¡La saqué cagando, Joaquín! Vino diciendo que tenía un proyecto para presentarme y no se qué más, que quería juntarse a charlar con vos. Pensé que me estaba jodiendo. Pero si querés la llamo y le digo que venga. –Que hable con vos, Julián, si te gusta la idea me la comentás el sábado. ¡No tenés que ser tan machista!, fi jate que si no te preguntaba, la pobre mina iba a pensar que yo no tengo palabra. –Tenés razón, es por la falta de costumbre. El sábado siguiente, Julián trajo a “la China” a la reunión. –Hola, China, tenés veinte minutos para convencerme. –No me apurés, Joaquín. Pero todo bien. Mi idea es juntarme con las “domésticas” de los ricos y tener toda la información de las familias. –¿Para qué serviría eso? –Todos dicen que la información es muy importante. Si no te va la idea, todo bien, pero acá en la villa la mayoría de las doñas limpian las casas de los “chabones grosos” y pueden contarnos muchas cosas. –Puede servir. ¿Tenés alguna lista de las casas “grosas”? –No todavía, pero en una semana te la hago, si te va la idea. Capaz haya que pagar un poco a las doñas, pero no creo que mucho. Miré a los muchachos y sus cabezas trabajaban en encontrarle la vuelta al proyecto, yo estaba encantado con la idea, pero necesitaba que mis empleados entendieran la función de toda la información. Pichu miró a “la China” y le sonrió antes de hablar. –¿Sabés manejar la compu? –Más o menos. –Tendrías que cargar todos los datos en alguna parte, vas a tener que aprender. –No hay drama, yo aprendo en seguida. –Me gusta la idea, Joaquín, no se si nos va a servir, pero, como vos decís: Nunca se sabe. El Pichu parecía “Don Pichu”, se había cortado el pelo casi a cero y le asomaba un cepillito colorado de su cabeza. Andaba siempre con camisetas de marca y casi sobrias que dejaban ver en su cuello una cadena de oro grueso que hacía juego con un arete pequeño con forma de árbol dorado en su oreja izquierda. Usaba un bigote corto que le daba un aspecto intelectual que resultaba gracioso y unos RayBan permanentes. Reacio al principio con la tecnología, con el tiempo se había convertido en un fanático del chat. Él compró la cámara Web para la ofi cina y en su casa tenía una Mac que vivía comparando con nuestras “berretas” pcs.

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XVIII

–¡Ni piensen que voy a hacerles de “mucama”!– Se quejó la China. –¿Estamos de acuerdo, muchachos? Los muchachos dijeron “bueno” y Julián arregló el tema económico con la nueva integrante, que se pondría a trabajar en ese momento. Julián no estaba muy convencido, parecía molestarle la incorporación de la China. Cuando le pregunté me esquivó la respuesta. Por las dudas, le dije que el laburo de la China y todo lo referente a ella deberían llegar primero a él. Eso lo tranquilizó un poco, la China iba a ser su empleada y no una especie de socia. –Aparte– le dije– tener una minita en la ofi cina está bueno. Ese día contratamos a “la China”. Una semana después, con la ayuda de Pichu, Josefi na comenzó a trabajar en la “base de datos PLD” (por las dudas). Traía bastante información. Sabíamos con certeza cuando las familias se iban de vacaciones, hacían fi estas, compraban auto y hasta las primeras menstruaciones de las niñas de la casa. Todo se guardaba en la computadora, cada familia por orden alfabético. En realidad, toda esa info no nos servía para mucho, pero era una especie de seguro contra posibles ataques, especialmente de políticos. Un día me encontré con que Julián y la China vivían juntos, y me pareció bien, más aún teniendo en cuenta la panza crecida de mi empleada. Me ofrecieron el padrinazgo del vástago, pero me negué excusando problemas religiosos y mi poca esperanza de vida. Se ofendieron, pero no quería ese tipo de ataduras con mis empleados. Los sábados la China desaparecía, no estaba invitada a las reuniones. En una de ellas, luego de una semana muy productiva, noté aburridos a los muchachos, y como no tenía nada nuevo que decir, les pedí que pensaran en qué hacer con la información que teníamos. Pepo, sugirió afanarles las casas cuando estuvieran de vacaciones; Pichu, cobrarles un extra cuando se fueran, Julián, vender la información a alguna revista. Roque fue el más suspicaz. Imaginó que sería interesante apoderarnos de los documentos y pasaportes sólo por diversión. –Como dijiste con la información, Joaquín, si tenemos los documentos, capaz que un día nos sirven para algo. A los muchachos les encantó la idea, y a mí me pareció muy divertida. Al día siguiente, la China recibió la orden de Julián. Cobraría veinte pesos por DNI y treinta por pasaporte. No pregunté cuánto le pagó la China a las mucamas, pero cada semana traía un interesante número de documentos. Teníamos en un archivo, bien ordenados, más de cien pasaportes, trescientos DNI y setenta cédulas de identidad. No sabíamos para qué servirían, pero poseer eso nos hacía sentir un poco más poderosos. Jiménez me preguntó si sabía algo de las desapariciones y, en tono jocoso, le dije: treinta mil.

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XIX

La mañana que le gané a Pichu por primera vez una carera de trescientos metros, me sentí plenamente feliz. La noche anterior había cenado con el subcomisario Jiménez en una parrilla alejada. No era bueno que nos vieran juntos, porque si bien yo no tenía antecedentes, estaba en la mira de muchos. Sobre mí pesaban muchas denuncias insostenibles, incluso de ex soldados con poca cabeza para ver el porvenir. Juaco, había estado preso un par de meses, pero debieron largarlo por falta de pruebas. Lo acusaron de tráfi co de drogas y es esa no nos metíamos. En realidad nuestro único contacto con el negocio era el dinero que nos pagaban los camellos para pasar “merca” en nuestras zonas, no era mucho, y Juaco era el cobrador. Por ahí lo agarraron. –Felicitaciones por el ascenso. –Te debo una. –¿Cómo andas, tanto tiempo? –Bien, Joaquín, con mucho papeleo ahora, pero contento. – Jiménez estaba fl aco y usaba traje, parecía otra persona. –Me alegro por vos. –Ayer me vino a ver el intendente, el tipo sabe, no nos olvidemos que lo puso Martínez. –¿Qué quería? –Que me comprometiera a mantener el orden durante su mandato. –¿Hay algún problema con mi gente? –No, está demasiado bien todo, pero el intendente quiere bajar la tasa de delito a cero. –¡Está en pedo! ¿Qué va a hacer con la cana si no hay delitos? –La cana es de la Provincia, y si todo anda bien, no van a sacarnos gente. –Van a criar panza. –La idea es que se patrulle mucho y de esa manera crear una sensación de seguridad. –¿Cuánto hay? –Los números se arreglan con Martínez. Pero hay otro tema. –¡Cagamos! –El intendente necesita que crezcan los afanos en los partidos vecinos. –¿Vos no entendiste todavía para qué hago lo que hago? –¿Además de la guita? –Yo podría retirarme mañana y vivir tranquilo en el campo. –Contame. –¿Vos no pensarás que te ayudé a subir en la fuerza porque necesito tenerte de amigo? –¿No somos amigos, acaso? –Sí, pero además somos socios en algo que no tiene nada que ver con la guita. –¿Me vas a explicar? –Me gustaría que lo entendieras por tu propia cuenta, a mí me llevó dos años comprender para qué hacía lo que hacía. Desde que lo entendí las cosas me salen mucho mejor. –Dame dos años para pensarlo. –Hace más tiempo que trabajamos juntos, podrías haberlo entendido el mismo día que yo. –Debo ser más bestia. –Eso sin duda. No, es chiste, “subco” Desde siempre supiste que yo no nací delincuente, incluso muchos me considerarían un privilegiado por la vida que llevaba antes de esto. –Sí. –Muchas veces se encuentran los “por qué” después de hacer las cosas, y, la mayoría de las veces, uno se arrepiente. Pero, en contadas ocasiones, dejar que las cosas sigan su rumbo sin buscar los motivos, nos permite descubrir después de un tiempo, que todo, absolutamente todo, tiene sus objetivos. Yo entré en esto porque cagué a trompadas a Julián, y en un segundo descubrí que podía ser más malo que él y que ya era un poco más inteligente, o “preparado” si se quiere. A partir de allí, fui creciendo, entendiendo el negocio, haciéndome más fuerte, más duro, más violento. Siempre esperando que apareciera una luz que me demostrara que lo que hacía no era tan malo. –Pero sos un tipo peligroso, Joaquín. Muchos han quedado en el camino. –No hay inocentes en el camino, al menos no del todo inocentes. ¿Decime si alguien había entrado a la Villa como yo y había manejado a la gente así? –Hasta tu llegada, sólo los curas y los evangelistas. –Ellos no lograron nada que “valga la pena”. Quizás un poco de ropa o comida, pero no cambiaron un ápice la forma de pensar de los villeros. –¿Vos sí? –¿Te parece poco, que un pendejo desahuciado hace cuatro años hoy maneje más de cien personas, use una computadora con destreza, tenga su propio vehículo y pueda controlar toda la organización cuando yo no estoy? Ése, es Julián. ¿O qué otro, de veintitrés años, haya salido de la Villa, maneje su auto y hasta tenga su negocio de muebles?: ése, es Pichu. ¿O que dos energúmenos que lo único que sabían era “hacer el aguante” en una cancha de fútbol, hoy en día, a demás de manejar su gente, tengan su banda de música y hasta su propio boliche?: Pepo y Roque. Hasta Guillermo, Dios lo tenga en la gloria, antes de morir dejó un legado en casetes que algún día editaremos en libro. Y Juaco, a pesar de haber estado en cana por error, maneja a su gente como nadie, todos lo respetan y hasta tiene su escuelita de fútbol. Al fi nal, Martín es el que resultó menos bueno. Pero es lógico, no viene de la Villa. –Todo muy lindo, Joaquín, pero te me vas por las ramas. ¿Qué descubriste? –Voy a esperar a que lo descubras vos. Decile al intendente que le prometo un año de crimen cero, después veremos qué pasa. –Le quedan dos de mandato. –Entonces que renuncie en cuanto empiece la campaña para gobernador, ¡o que se vaya bien a la puta madre que lo parió! –¡Epa! No te pongas nervioso, es mejor para vos ser amigo del intendente. –Es mejor para él ser mi amigo. Si quiere ser gobernador tiene que ser mi amigo. Hagamos algo, me enojé mucho de golpe y no sé bien por qué, dejemos esta charla para oro día. –Está bien, le digo que no me contestaste todavía. –Invitá vos, no tengo plata. –Encantado. El enojo me duró varios días, al menos me sirvió para correr más rápido que Pichu y disfrutar de diez segundos de felicidad.

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