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agosto 01, 2020

II

La media hora de tren hasta el trabajo fue una revolución de pensamientos. No estaba nervioso a pesar de que debía estarlo, mi cabeza se había lanzado hacia lugares muy diferentes de los que hubiera ido en otro momento y las soluciones que rondaban mis pensamientos descartaban la huída como posible solución. ¿Adónde iba a ir? Mi vida no era ningún lujo, alquilaba un departamento en los suburbios que compartía con mi mujer; mi trabajo era interesante pero mal pago y mi jefe decididamente estaba loco y me estaba enloqueciendo. Algunos jefes tienen esa costumbre, al compartir con ellos tantas horas, se convencen de que son importantes en tu vida y, lo más difícil de manejar, es que ellos suponen que es recíproco, siendo que uno sólo aprecia de ellos los pocos o muchos pesos que se desprenden de su mano a fi n (o principio) de cada mes. Pero ese juego me afectaba de alguna manera y, en ocasiones, llegaba a pensar que debía fi delidad a ese “hijo de una gran puta” que, no sólo me explotaba, sino que me quería hacer creer que trabajar con él era lo mejor que podía pasarme. Esa mañana llegué media hora tarde, lo hice a propósito, y tampoco llamé para avisar que estaba en camino como solía hacer cuando me retrasaba. Porque llegar tarde era terrible para mi jefe, mas no lo era quedarse después del horario preestablecido. Traspasé sonriente las puertas de vidrio y una de las recepcionistas con los ojos salidos de sus órbitas me recibió sin saludarme siquiera. –¡Llamalo ya a Roberto! ¡Preguntó por vos seis veces en media hora! –Buen día, Romina, se supone que yo debería estar nervioso, no vos. –¡Pero está insoportable! –Siempre es así, no te preocupes por mí, yo me cuido solo. Caminé hacia el baño y me tomé mi tiempo, después pasé por la cocina y aproveché para conversar un poco con un compañero y tomarme unos mates. Romina ya había avisado al jefe sobre mi llegada y éste, me llamaba con insistencia a la cocina. A la tercera llamada levanté el tubo y dije “ya voy” antes de cortar. Me lo imaginaba al petiso, con su traje color ladrillo, su camisa siempre arrugada y alguna de sus corbatas horribles. Me tomé un mate más y subí la escalera envuelto en una paz desconocida. Hoy va a ser al revés, pensaba, yo estoy en falta, pero él será el culpable. Antes de tocar su puerta, fui a mi ofi cina a dejar el portafolios, en ese momento recordé el revolver que contenía. A paso tranquilo llegué a su puerta. Toqué. –¡Vos te pensás qué esto es joda! ¡Que yo no tengo “lo qué hacer” y que tengo que depender de tu hora de llegada! ¡Me hiciste perder media mañana! –Tranquilo, Roberto, te va a hacer mal ponerte tan nervioso, ¿Te acordás cuantas horas después me fui ayer? –¡Pero, si yo no te autorizo, no podés llegar a la hora qué quieras! –¿Querés qué me vaya, espere que te calmes, y vuelva? Yo también tengo bastante que hacer, y perder tiempo, en mi caso, nos perjudica a los dos– Yo hablaba con un tono apacible que ponía más nervioso aún al jefe. –Yo decido qué hacer y qué perjudica a quien, yo manejo mi vida y esta empresa, quedate acá y explicame porqué llegaste tarde. –La verdad, Roberto, hoy he decidido no explicarte absolutamente nada de mi vida puertas afuera de esta empresa, así que te vas a quedar con las ganas. –¡Te voy a descontar del sueldo la hora de hoy! –Encantado, pero sumale, más o menos quince “horas extras” este mes. –Vos sabés que eso te lo reconozco de muchas otras maneras. –A partir de hoy, el único reconocimiento que voy a aceptar es “cash”, no me interesa ningún otro. –¡Te volviste loco! ¡Así no podemos trabajar! –Si me estás despidiendo empezá a hacer las cuentas, si no, mantente silente y dejame trabajar, ¿o no sabés que mañana vienen doscientas personas a cobrar por su trabajo? –¡A mí, vos no me callás! ¡Te quedás acá hasta que aclaremos este problema! –Yo no tengo ningún problema, ni quiero aclarar nada, te aviso que a las cinco me voy y si no terminé, mañana no cobra nadie. –¡Yo no puedo trabajar así! –Yo tampoco, para eso tengo mi ofi cina, mi computadora y mi teléfono. Eso sí, decidí rápido, porque si me vas a despedir, me voy ahora. –¡Te volviste totalmente loco!– Los ojos de mi jefe estaban rojos de furia, pero no podía siquiera moverse del sillón. Dentro de su pequeñez física se sentía poderoso conmigo, yo dependía del sueldo que él me pagaba y hacía siete años que era su mano derecha. Entonces me senté y cruce mis piernas sin dejar de mirarlo un segundo. La cara se le enrojecía y los puños apretados golpeaban contra su escritorio. Yo no hablaba, con la sonrisa misma desde mi entrada, acataba su decisión de no ir a trabajar. Él no sabía que decir, se sentía acorralado sin su retórica. Yo seguía sentado. Pasaron diez minutos hasta que sonó el teléfono, era mi mujer, me la pasó con el manos libres. –Hola, linda, qué sorpresa. –Hola, ¿Cómo va tu mañana? –Mirá, hasta ahora no he podido hacer nada, porque Roberto me tiene en su ofi cina empecinado en una disculpa que no pienso pedirle. Igual me preocupa Roberto, porque lo veo muy colorado. –¡Uy!, capaz vas a tener que llamar a una ambulancia. –No es para tanto– Dijo Roberto. –Lo que pasa, es que tu marido llegó tarde y no me explica por que. –Pero, Joaquín, ¿te pasó algo? –Sí, después te cuento, pero todo bien, no te preocupes. –Bueno, un beso mi amor. Chau, Roberto, cuidado con la presión– La risa de mi mujer puso histérico a mi jefe, que cortó el teléfono con bronca. –¿No vas a hablar? –No tengo nada para decirte, Roberto, siento que estoy sentado acá, totalmente al pedo. –Andá, pero esto no termina acá. –Debería terminar acá, yo no voy a seguir así, si me vas a echar decidilo ahora, porque no quiero trabajar al pedo. –No, no te voy a despedir, pero no quiero más estas actitudes. –Yo tampoco, jefe, necesitás cambiar muchas cosas. –¡Vos sos el que está mal! –No te confundas, a partir de hoy yo voy a estar bien, con o sin este trabajo, pero las cosas van a ser diferentes, ya tengo treinta años y es hora de hacerme valer un poco. –¡Yo no voy a cambiar mi forma de trabajo! –Deberías. Ojo, el trabajo está bien, lo malo es la forma. –Es así y no va a cambiar, siempre trabajé de esta manera. –Roberto, cuando te hablo, hablo en serio, yo no te aguanto más: sos un histérico, gritón, soberbio, jodido; y para colmo te vestís mal y te ponés camisas arrugadas. Obviando lo de la ropa, que al fi n de cuentas te perjudica sólo a vos, no voy a soportar ninguna de las otras actitudes. –Entonces, no podemos seguir trabajando. –Listo, llamá al contador para que haga las cuentas. –Pero me vas a dejar plantado así, te tengo que reemplazar, son siete años. –Es tu decisión, no la mía, yo no puedo (ni quiero) hacer nada. –Mejor si te quedás, después veremos si puedo controlarme. Lo de la ropa me dolió. –¡En los ojos duele!, si querés te puedo asesorar un poco. Y planchá las camisas. –¡Andá a trabajar! –No me llames hasta las tres de la tarde, ya me interrumpiste mucho por hoy, en un rato te mando el listado de los llamados que tendrías que hacer.

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